Isla Payana (Cuento)

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Cuento*

Por Francisco Garzón Valarezo

La lejana isla del Archipiélago de Jambelí donde muere el suelo patrio, tiene enormes y desoladas playas. Tierra adentro quedan unas débiles manchas de manglar que dejaron los camaroneros. Al sur, mirando al Perú, separada por un estero, comienza una selva tupida de espléndido verdor que los peruanos llaman Santuario Nacional Manglares de Tumbes. No hay ni una cuarta despojada de arboleda. Ahí hacen zona los pelícanos, alcatraces, garzas, fragatas y gallaretas.

Al estero que da entrada al océano y separa al Ecuador del Perú, algún antojado le puso el nombre de “Boca de capones”. A ese mismo antojado, o quizás a otro, se le ocurrió dividirlo con una imaginaria e inservible raya. El estero es pródigo en mariscos. Se ve culebrear el lomo de las lizas, brinca el camarón; en el lodo, con su aguijón mortal, viven los temibles chalacos y se escucha el comadreo mágico de las conchas prietas.  

La isla de la que hablo, tuvo dos bautizos, unos la nombran “Payana”, otros,  “San Gregorio”, pero a mí me gusta llamarla Payana porque no congenio con los nombres ni las historias de los santos.

Me agrada oír los nombres que los viejos le pusieron a los sitios del archipiélago. Una isla se llama Chupadores; otras, Chalaquera, de la Burra, de la Vaca. También están los islotes: Callejones, de los Puercos, Robalo, Saca la mano, son nombres que no se olvidan así nomás. 

En la sierra, en la provincia de Loja hay un cantón que se llama Cariamanga. Hace años, desde allí,  solo en las madrugadas y cuando el cielo estaba despejado, llegaban las ondas de una emisora de radio hasta una camaronera en Payana.

Tal vez los entendidos puedan explicar el misterio del porqué solo después de la medianoche llegaba la señal de aquella radio a la isla. Cuando eso ocurría, Valdemar Aponte era feliz porque escuchaba el afinado susurro de la locutora que anunciaba la música. Aponte estaba pendiente del clima y había ratos que le picaba el antojo de meterse a estudiar para técnico del clima. Después del almuerzo se ponía a patrullar con la mirada el horizonte montañoso de la sierra en busca de pistas que señalen el cielo nubloso, si no las encontraba comenzaba a ser feliz desde las cuatro, porque a la madrugada, escucharía la voz de aquella mujer lejana que no conocía, pero que empezaba a amar.

Aponte saboreaba las palabras de la animadora del programa de música. Oírla era una delicia, no perdía detalle de las reseñas de tal canción, del compositor, del cantante, incluso los anuncios comerciales los encontraba fascinantes. Había resuelto con los patrones para que le den el turno de la madrugada en una retirada caseta de guardianía donde cuidaba con una cartuchera recortada que los piratas no asalten la camaronera donde trabajaba.

Una tarde, recibiendo el decaído sol de las cinco y el viento suave, templado en una hamaca negra hecha con las redes de pesca que los barcos bolicheros abandonan, se animó a escribirle.  

Cada quince salía a Huaquillas y para una navidad le escribió una carta con una ortografía y unos plumazos terribles, pero con un ardor vibrante y la mandó en el correo de la cooperativa Loja. Después envió otra, y otra más, cuando una madrugada sintió que el olor del manglar sabía a gloria porque oyó que la locutora de Cariamanga le agradecía sus cartas.

Siguió mandando más cartas y siguió recibiendo saludos y gratitudes hasta que el jefe la camaronera que llegaba a la isla los lunes por la mañana le dijo: “Tienes una carta que te mandan de Cariamanga” y se la entregó. Tuvo que pararse tieso para esconder la emoción.

Aponte era un cholo joven, rústico, poco ilustrado, no había terminado el colegio y desconocía los magníficos versos creados por los poetas para halagar a las mujeres. Nunca hubiese podido escribirle a su amiga: “Son tus senos dos capullos de rosa perfumados”,  pero su cortedad poética la suplía con audacia; a lo mejor sabía del refrán: “galán atrevido, de las damas preferido”, porque en una de las osadas cartas que seguía enviando escribió: “Kiero colgarte en el pescueso un collar de chupetes que te llegue asta lo cenos”, y le juraba que tenía guardadas en su corazón, caricias, besos, pasiones y unos abrazos ardientes que le entregaría el día que la conozca.

Cuando leyó esa carta la joven no pudo dormir. Imágenes turbias le agitaban la sangre y la asecharon toda la noche, sentía que aquel descarado cumplía su temerario deseo. Llena de ansiedad se tapó la cara…, pero dejo abiertos los botones de su blusa.

¿Serán salpicados de gotas de mar los labios de ese atrevido?  ¿Serán sus besos agridulces? ¿Y al abrazarlo, sentiré que abrazo un estero, una isla de las que me habla? ¿Tendrán sus ojos el misterio del mar del que me cuenta?

Resolvió averiguarlo. Aflojó la bandera de su sensatez y armó viaje a Huaquillas. En un cariñoso escrito le dijo que iría a visitarlo, que necesitaba conocer a ese hombre cuyas frases cobraban sonido cuando las leía. Ella era otro dato cuando de expresar sus pasiones se trataba, la otra cara de la medalla cotejada con Valdemar Aponte. “Escucho tu hablar cuando leo lo que me escribes, y cierro los ojos para sentirte musitar en mis oídos”, le escribió.

Convenido el día y la hora del encuentro Aponte pidió permiso en su trabajo y la fue a recibir. El bus llegó a tiempo y bastó una mirada para reconocerse y sentir que se conocían desde que el mundo es mundo y adivinaron al instante que se necesitaban; que eran dos almas que habían nacido para coincidir en sus historias. Estuvo demás la blusa roja que ella usaría y la camiseta de Barcelona que él acordó ponerse. Estaban asombrados al ver que todo fluía mejor de lo que imaginaron.

En puerto Hualtaco subieron a la barca que los llevaría a la isla Payana.

Iban solos en el oleaje manso. Aponte tripulaba y desvió el recorrido por mar afuera hasta que apenas se veía la silueta de las islas, echó el ancla y le pidió esperar los pocos minutos que faltaban para que vea por primera vez en su vida, la puesta del sol en el mar. Ella sintió fascinación por el vaivén del mar.

Después del ocaso sintieron en sus almas el desesperado arrebato de amarse. La mesa de proa sirvió de lecho. La piel de la muchacha se puso pálida. Oyó clarito cuando el mar se puso a cantar y el perfume del manglar le llegaba en torrentes gloriosos, valoró por primera vez con insólito asombro la utilidad de las manos. Había oído que el creador, en su infinito saber, concedió al hombre dos manos, pero esa vez puso en duda ese saber, porque necesitaba dos, tres, pares de manos. Gemía. Transpiraba de pasión hasta que sintió que su corazón desfallecía en un derrumbadero infinito. Llegó a pensar que se desmayaría de felicidad pero  tuvo aliento para implorar en un susurro: “Virgen Santísima del Cisne, ayúdame”.

Cara al infinito, confabulados con el mar y el plácido viento, recuperaban el ánimo. El cielo comenzó a prender las luces de las estrellas y la luna también intervino. No imaginaba la niña que la naturaleza podía ofrecer semejante espectáculo. Valdemar le enseñó la constelación de la Cruz del sur y le dijo que podía llevarla a cualquier puerto del mundo con solo guiarse por las estrellas. Le pidió que esté atenta para cuando los platillos voladores se acerquen a abastecerse “de no sé qué cosa” a una nave nodriza que estaba anclada en el espacio. El cielo del mar nunca duerme, le dijo.

Había llegado la noche cuando Valdemar recogió el ancla y buscó la ruta de la isla. Apegaron en los bajos de la playa desierta y notó que la arena era más blanca que nunca y el último suspiro de las olas refulgía en un radiante color plata. Caminaron los pasos escasos para llegar a la casita de madera asentada en unos puntales de mangle pero no alcanzaron a subir para llegar a la cama, en las escaleras los asaltó de nuevo la urgencia del amor y el lecho fueron las incomodas gradas de tabla.    

Al otro día, de mañanita, se frotaban en los moretones de las piernas y el cuerpo una pomada de mentol chino para aliviar la dolencia de los contusiones.

FIN

Para mi pana del alma, Ramiro Vinueza.

En las noches caliginosas, cuando el desvelo aprieta el alma, hay que buscar escape, si no, la cosa es seria. Hay que ocupar la mente, pulir los versos que vagan en la imaginación y estallan en ráfagas de mar en los arenales desolados y lejanos de la memoria. Y tienes que estar listo con la atarraya, para lograr el lance perfecto, porque si no, las palabras se te van.

De esa pesca me salió este cuento.  

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