Por Juan Ruales
Conocí a Rafael Larrea a fines de 1970. Toda la culpa la tuvo Agusto Parra cuando, una noche de Abril, este caro amigo me raptó en el volkswaguen de su padre desde mi ruralidad vesánica de Otavalo hasta las soledades de aquel Quito revoltoso, en cuya plácida tolvanera se incubaba clandestinamente la modernidad. Villorrio del cual nuestro poeta homenajeado en esta tarde dice: “…Ciudad que crece agrupada en añosas casas repletas de flores en las tejas, junto con las casas niñas de blanco vidrio y de cemento”.
Salimos a las 18:00 horas de Otavalo, en aquel entonces las 6:00 de la tarde, y por la vieja carretera empedrada de Guachalá y Otón “anochizamos” en Quito a las 9 de la noche en casa de Magdalena Adoum. No recuerdo que hablamos ni para que Augusto me llevó a ese lugar. Sólo quedan las imágenes adolescentes de Rosángela y Alexandra y la de un todavía imberbe enamorado llamado desde entonces Alexis Naranjo.
Al día siguiente fui presentado al poeta Rafael Larrea en casa de Juan Andrade Heymann. Por esos años la vida cultural de Quito se desarrollaba en los alrededores de la Plaza Grande. Ahí estaban el Café 77, la Cueva de Luís Candelas, el Café Madrilón, el Café Royal, el Café Imperio, La Librerías Española, Científica, Católica, Cima y desde luego el Holliwood que inauguró la modernidad de la ética hasta entonces tan beata y franciscana. Esa era la “ciudad de tiernos parques y silencios y ciudad de interminables graderíos” de la que nos habla Rafael en uno de sus versos.
Rafael solía deambular por esas calles y cafés bohemios junto a Juan Andrade Heymann, a Hugo Cifuentes, a Simón Corral, a Alfonso Murriagui, a Ulises Estrella, a Iván Carvajal, entre otros. Ellos, entre otros eran sus “… tiernos y semejantes compañeros de vida”.
Pululaban levantando el polvo a las añejas rúas del centro colonial e hilvanaban sueños y utopías sobre una revolución que Rafael, como Penélope, tejía y destejía cada noche sin llegar a verla jamás culminada. Arduo trajín que el poeta justifica diciendo que “hay que desenvolver la incredulidad y lanzarse a vivir al paso de lo asombroso”.
A partir de ese momento hasta pocos días antes de su muerte, mi amistad con Rafael fue una suerte de alegre providencia que influyó en mi vida hasta la actualidad y creo que en la de muchos de nosotros, por acción, por omisión o por oposición, aunque nuestra vanidad no nos deje reconocer.
Yo estudiaba entonces Sociología en la Universidad Central. Aquellos fueron los años de clímax del Marxismo y la Escuela de Sociología era la santabárbara de las controversias teóricas sobre la revolución. Allí enseñaban Agustín Cueva, Alejandro Moreano, Esteban del Campo, el Conejo Velasco, Lautaro Ojeda, Alfredo Castillo y Bolívar Echeverría.
En la misma aula, con el poeta Oñate, Pablo Cuvi y el Innombrable Maestro Guía constituimos una micro gavilla intelectual irreverente y cronopia autodenominada “Los Pichulas” en homenaje al Pichula Cuellar de Vargas Llosa, cuyos fines, parafraseando un graffiti de Mayo del 68, eran los de estar en contra de todos los que están a favor, chupar en las cantinas aledañas a Santa Clara y declamar nuestras parodias a la tristemente célebre Poema Quintana.
De los Pichulas, sólo yo sucumbí a los encantos poético-políticos de Rafael Larrea y me adscribí tempranamente a su utopía. Sin embargo nunca dejé de militar en la irreverente cultura Pichulita y lunes tras lunes rendíamos etílicos homenajes a César Vallejo, bailábamos el concierto Nº 1 de Peter Chaikovski y terminábamos arrumados al hombro de Rocamadour, cuando no en los lacerados hombros de las putas de la 24, en cuyos cuchitriles escribíamos poemas tripartitos al Che Guevara o a la Princesa Pichulita.
El 22 de Junio de 1971 Velasco Ibarra se declaró dictador y clausuró la Universidad. Para no perder nuestro contacto, Rafael viajaba constantemente a Otavalo y yo le retribuía viniendo a Quito y así curtir nuestro pacto poético-revolucionario.
Durante esos años nos reuníamos a bosquejar la revolución y a discutir sobre Estética Marxista, en el estudio de Hugo Cifuentes frente al Pasaje Amador. Las discusiones terminaban en convites bohemios en el Café Imperio del matador de toros Fabián Mena, pues El 77 agonizó a la par que los Tzántzicos y el Madrilón era demasiado decadente como que irreverentes como nosotros nos codeáramos con el Oso Noboa y sus congéneres que paraban por ahí.
A esas tertulias acudían Ulises Estrella, Regina Kats, Rocío Madriñán, Lucho López, Aurora Almeida, Enrique Madriñán, Iván Carvajal, Juan Andrade Heymann, Patricio Moncayo, Javier Ponce, Simón Corral, Alfonso Murriagui, Carlos Fiallos, Marco Mantilla, los pintores Guillermo Muriel y Gilberto Almeida y otros más.
Algunas veces estuvieron Alejandro Moreano, Agustín Cueva y quien sabe si refiriéndose a este grupo Rafael escribiría años más tarde, “Lo que habitaba en nosotros era el ruiseñor que canta a los nietos sus leyendas de miel en palabras pequeñas amorosas y amigables”. Así nació el Primer Frente Cultural.
Con Rafael teníamos un ritual aparte. Pasando un día íbamos al Museo Municipal a rescatar a Juan Andrade de su “Laberinto de la Soledad” para llevarlo al Café Royal donde el Juan nos resumía las novelas recientemente leídas de Simenón y por cuya lectura el Municipio le erogaba un salario a cuenta de que fungía como guía de museo.
Para entonces, las luchas teóricas e ideológicas al interior de los partidos de izquierda estaban en apogeo. Desde Europa llegaban propuestas teóricas novedosas y noveleras que, en la bullente efervescencia intelectual de la escuela de Sociología, tenían un terreno más arado, guachado y fertilizado abonado para frutecer.
Quien más destrozos causó al movimiento de izquierda fue Luís Althousser, ni siquiera lo hicieron Marcuse, Roger Garaudy, Lucien Goldman, Ernest Mandel, Maurice Godelier, Teothonio Dos Santos, u Orlando Fals Borda. Este magnífico orate produjo una disensión irreparable en el marxismo ortodoxo latinoamericano. Y Rafael lo odió casi desde el primer instante y del primer instinto.
Paralelamente, como causa o efecto de estas novedades teórico-políticas, se acentuaron los conflictos en el seno del socialismo internacional. Esto generó más de un cisma en los movimientos revolucionarios del mundo y desde luego en los del Ecuador.
Estos terminaron conflictuados a tales niveles tan antagónicos que no se han logrado superar ni siquiera en las elecciones que acabamos de pasar.
Esa crisis, como no podía ser de otra manera, afectó también a los movimientos culturales y dentro de estos al arte y la literatura. El mismo desencanto de los Tzántzicos se debió a mi modo de ver, a esa ruptura. Fue de alguna manera, aunque sea indirecta, la que empujó a los poetas de aquel entonces a alinearse o desalinearse en los grupos o movimientos artístico-políticos vigentes como El Grupo América, El Grupo Caminos, el grupo VAN, Etc. los cuales, por acción u omisión detentaban ideologías específicas que este momento no viene al caso develar.
“Dios les cría y el diablo les junta” dice el lema popular. Rafael poéticamente explica estas asociaciones diciendo: “No es por curiosidad, sino por ansia de hallarnos, de vernos no solo las caras y los ángeles que entramos con razón y narices en cada ventana abierta”. Yo me pregunto, ¿no será que pensando en esos adversarios poéticos que Rafael empezó su penúltima obra diciendo: “Aquel que nació para piedra, que calle, resbale y se pierda”? Y, ¿no será acaso que por oposición dijo de sus compañeros persistentes: “Os reconozco hermanos desde hoy como aliados”?
La primera versión del Frente Cultural no duró mucho tiempo, a lo mucho un año. Las contradicciones al interior de la izquierda tuvieron un eco inminente dentro del Frente y muy pronto varios compañeros se fueron con nombre y todo de nuestro lado.
Estos compañeros, tenaces igualmente en su ideal, desde posturas algo divergentes, pero ciertamente legítimas, continuaron luchando por la misma causa, atrincherados en esa excelente revista que fue “La Bufanda del Sol”, una de las mejores de su género en la historia cultural de nuestro país.
Del otro lado quedamos Rafael, Juan Andrade, Alfonso Murriagui, Hugo Cifuentes, Iván Carvajal en un principio, Rocío Madriñán, Enrique Madriñán Carlos Fiallos, Sócrates Ulloa, Jaime Andrade, Carlos Veloz, Aurora Almeida, Javier Ponce entre otros. Luego se sumarían Alfonso Chávez, Julio Echeverría, Erika Silva, Rafael Quintero, Etc., con quienes alcanzamos a publicar los números iniciales de dos revistas que casi pasan desapercibidas: “Procontra”, la una y “Dos Tiempos”, la otra.
Este grupo devino más tarde en un movimiento cultural que se difundió por todo el país; El NOVIEMBRE 15. En un principio nos dedicamos principalmente al teatro popular. Javier, Juan y Rafael tenían la misión de escribir los textos de los sketchs que se montaron. Y ellos mismos realizaban adaptaciones de Bertolt Brecht como “La Madre” cuyas representaciones llegaron a más de un centenar en todo el país.
Rafael monitoreaba los contenidos ideológicos, políticos y poéticos de las obras y a veces se incorporaba a las presentaciones en calidad de músico, utilero y tramoyista. Sin lugar a equivocarme, La Madre del “Noviembre 15” es la obra que más representaciones ha tenido en el país.
Por esos años las manifestaciones callejeras de los estudiantes de la Universidad Central y de varios Colegios de la Capital eran ordinarias. La revolución de Mayo del 68, así como la de Tlatelolco y Córdova en Méjico y Argentina respectivamente otorgó al movimiento estudiantil de América Latina un rol protagónico.
Los movimientos estudiantiles se auto consideraban tácita o explícitamente la vanguardia de la revolución. Héroes y mártires nacían básicamente de su seno. Yo vi a Rafael frenteando en varias de estos mítines al son de la Vasija Revolucionaria en la Avenida América y en la Pérez Guerrero.
Eran los tiempos de debut y despedida de la denominada Canción Protesta que dio como único fruto rescatable a ese gran cantautor y amigo Jaime Guevara. Duchos como éramos en Estética Marxista dichas parodias nos parecieron anacrónicas y frustrantes. Así que, impelidos por la necesidad de otorgar al movimiento revolucionario de cánticos que respondan al espíritu del Foro de Yenán, en casa de Rafael empecé a componer mis primeras canciones.
Fue en el comedor de Rafael donde fui pariendo La Canción de Mi Pueblo, la Canción de la Rosita Paredes, La Canción de Tupac Amaru, Piedrita de Moler Corazones, Etc. y fue el mismo poeta, El Maestro, Pablo Cuvi e Iván Oñate quienes las escucharon previa a convertirse en viento de los cuatro confines de la patria.
Rafael socializó mis canciones por todo el país con tanta euforia que la gente creía que se trataba de canciones compuestas por él. Tanto fue así que la Universidad Técnica de Esmeraldas editó un disco con dos temas míos concediéndole los créditos al poeta Larrea. Rafael, afectado por esa irreparable confusión, movió infierno y tierra para que dicha Universidad hiciera un acto de desagravio a fin de reparar en parte el plagio involuntario que Alfonso Murriagui le habían hecho cometer.
A partir de estas canciones iniciáticas, Rafael siempre me conminaba a continuar componiendo. Las noches de bohemia servían para estrenar las primicias que de una llegaron a un centenar, muchas de las cuales fueron paridas en casa del poeta y cantadas por todo el país por las voces de épica dulzura de Rocío Madriñán y de Erika Silva.
A partir de entonces a mi me correspondía escribir las canciones de las obras que se representaban y Rafael Larrea, Enrique Madriñán, Agustín Ramón San Martín, Augusto Dueñas, Salomón Poveda las interpretaban con tal fuerza que casi me llego a creer que efectivamente ellas si cumplían la función de “rueda y tornillo de la revolución”.
Rafael era mal guitarrista como yo. Pero la fuerza que le metía al entonar ese instrumento despertaba entusiasmos inusitados. Será por eso que en sus poemarios posteriores la guitarra equivale para el poeta a un arma de combate. Recurrentemente la elogia en cada verso. Así por ejemplo dice: “La Guitarra trina mientras otros echan espuma”. “La sonrisa del hombre decidido es la guitarra”. Y en su último poemario afirma: “Yo desnudo la bella guitarra que siente ser amada con un viejo pasillo con sabor a geranio”.
Durante todos estos años tuve la oportunidad de conocer profundamente a Rafael. Nuestras reuniones seguían siendo cotidianas en el estudio de Hugo Cifuentes ya en la Amazonas. Otras veces eran en casa de Rafael en el Itchimbía, o en las distintas moradas de Juan Andrade y varias en la de Javier Ponce.
Frecuentábamos también la recordada Librería de la Aurora en la Calle Bolivia y la temática siempre versó sobre las relaciones del arte y la revolución, de los sindicatos que esperaban ser organizados, de las huelgas a debíamos fortalecer con nuestro canto, de los proyectos editoriales que pocas veces llegaban a cristalizarse.
La revolución parecía estar a la vuelta del fin de semana y vivíamos obnubilados con la certeza de ver realizadas nuestras utopías. Hacíamos lecturas compartidas de los prolegómenos de George Luckacs, de la estética marxista Héctor Agosti y con Rafael deshuesamos de uno en uno los libros de la colección de José Carlos Mariátegui que costaban apenas quince sucres cada uno.
Comentábamos sobre las novelas de José María Arguedas y entre Rafael, Javier y yo adaptamos uno de sus poemas para el teatro, obra que llegó a estrenarse con dos canciones mías en el Teatro “Ernesto Albán” de la ciudad de Ambato.
Nos reuníamos a seleccionar textos cuya difusión nos parecía importante. Publicamos en escuetos cuadernos de educación popular los poemas de Nazim Hikmet, Cartas y poemas de Bertolt Brecht, una novela corta de Nikolai Ovstrovski, Las “Canciones de los hombres de los Ríos y de los Caballos” donde aparecieron todas mis canciones compuestas hasta entonces y se editó el LP “Cantos para días mejores”.
Todo este período Rafael mantuvo una línea severa respecto de sus convicciones. Recorrió el país construyendo una red inquebrantable de utópicos a quienes les fascinaba con su carisma y su alegría. Jóvenes que veían en el optimismo del poeta la factibilidad de la revolución y no dudaban en adscribirse a su causa sin temores. Sin lugar a dudas, ningún poeta en el Ecuador tuvo una actitud militante tan comprometida y vital como la suya.
El mismo dice con sus propias palabras: “este mundo pertenece a quienes por cantar son perseguidos”. Y como poeta verdadero, cada uno de sus actos respondieron de manera exacta a sus palabras y a sus convicciones: “Nada hay más digno en el hombre que la conciencia del cambio”, dice y Rafael vivió y murió soñando en ese cambio que fue capaz de verlo culminado más allá de su muerte cuando canta: “En los sueños nuestros rostros conquistarán la tierra porque los dos tenemos la razón y la fuerza”.
Rafael fue un gestor de la revolución y de la poesía. Nos conmina a que “Cantemos a boque jarro las canciones del futuro”. Anduvo por las calles de la patria suscitando a hombres y mujeres para que militen ya sea en la revolución o en la poesía. Si no, aunque sea en el canto y la bohemia. Pues pocos tan bohemios como él.
Porque “con el vino no se juega” decía, dice y seguirá diciendo. De esas largas y bohemias noches nacían grupos de cantores, de escribidores y escritores, de revolucionarios y revolucionistas, de soñadores e ilusos. En una de ellas debió, sin lugar a dudas surgido el Centro de Arte Nacional del cual fue su impulsor.
Rafael fue un poeta radical, un revolucionario radical, un bohemio radical y es que era un hombre radical. A veces esa radicalidad fue interpretada como intolerancia, pero no era intolerante. Pudo ser efusivo en la defensa de sus tesis pero no era intolerante. El mismo afirma que “Hace falta saber de corrientes para mover una barca”.
Me consta que estuvo siempre abierto a beber de otras fuentes y presto estuvo a conocer lo heterodoxo, a enterarse de lo que podía incorporar a su discurso. “Las cosas cambian, -dice en uno de sus versos-, por que tú las cambias y las ideas viejas enmohecen y caen por la fuerza de otras nuevas”. Esto me releva de toda defensa.
Y si a veces no aceptaba los snobismos intelectuales, era por que, “el poeta no es un globo libertino”. “El poeta entra sin miedo en la cueva del asombro” aunque “es un niño grande que hace castillos con palabras”.
Si vemos, a la luz de los acontecimientos de los últimos años como la demasiada laxitud ideológica dio como resultado el estrépito de los paradigmas, a lo mejor vamos a comprender el por qué de la posición aguerrida de Rafael en la defensa de sus utopías. Pues, como decía Lenin, “ceder un poco es claudicar demasiado” y, acaso llevado por esta máxima, Rafael siempre fue inclaudicable en las tres facetas de su vida: La revolución, la poesía y la bohemia.
Es que también fue un bohemio inclaudicable hasta la muerte. “Empino el codo, dice, y me entusiasmo y todo”. “Es viernes total, el fin del mundo”. “El vino interroga suavemente, hunde su argumento con dedos de dama…”. “Si el vino se entusiasma sube el tono”. “el vino toca su hembra con el arpa de una hoja de vid…”. “Hay una mujer de uva detrás de cada noche…” Sesudas confesiones de un bohemio que construye su propia sindéresis con la poesía, la revolución y la bohemia.
Durante esa década mi relación con Rafael fue más que de camaradas. Tenía y derrochaba el don de la hospitalidad. Mis primeros hijos crecieron junto a los suyos en una intermitencia maravillosa que se prolongado hasta la actualidad. Por eso a todos sus hijos los sentimos nuestros, como él sentía suyos a los míos. Y es que además Rafael amaba mucho a los niños: “¿Acaso no son mis hijos todos los niños que existen en la tierra?”. “Ellos son los caminos infinitos, los nuevos sabios, los nuevos creadores, los nuevos proletarios combatientes y todos, todos son mis hijos”. Nos enseña.
En esa década la revolución constituía una cofradía, una hermandad, una secta solidaria político-afectiva. Solo en ese sentido éramos sectarios. Una época en la que la revolución y el marxismo no se redujeron sólo a la comprensión racional de las teorías Era una manera de vivir, una manera de ser, de reír, de bromear. Eran una Ética.
Quienes compartimos con Rafael esa Ética vivimos dentro de ella y la poesía era una especie de escarcha que emergía espontáneamente de las vivencias. El gran suscitador de ese proceso fue Rafael. Su comportamiento político era resultado de su sustancia poética. Rafael era un poeta enquistado en la revolución, y no un revolucionario enquistado en la poesía.
Guardando la distancia, Rafael cumplió en nuestro medio el mismo rol que José Martí, Roque Daltón, Mao u Ho Chi Ming. Cuando un poeta se internaliza en un proceso revolucionario lo hace con toda su vitalidad. El poeta ES, el revolucionario ESTA. Quizás por eso Sekou Touree decía que “para escribir un canto revolucionario hay que participar en la revolución y los cantos vendrán solos y por si mismos”.
La actitud de Rafael ante la revolución fue poética más que política. En sus versos como en sus actos encontraremos el teorema de esta sindéresis entre pensamiento, palabra y praxis.
“No se puede ser si no es en movimiento. Del ojo a la memoria, de la función de la mano al sueño, a la libertad. …Esa es la condición humana…”. Dijo una vez y Rafael vivió como pensó, su vida fue un eterno salmo a la alegría.
A diferencia de los revolucionistas que aupan símbolos postizas para parecerse a lo que pretenden ser, Rafael fue simple como la vida. Jamás tuvo una pose a la usanza de los esnobs que hacen su pasantía por la revolución en las universidades. Sencillo como el pueblo, jamás trató de asemejarse formalmente siquiera a él.
“Oh maravilla la de haber nacido de este modo y no de ningún otro”. Decía. Y como todo buen poeta practicaba una festiva holgazanería siendo al mismo tiempo un estoico como todo obrero. Era dicharachero como todo bohemio, pero vertical como todo revolucionario.
Sus gestos, su vestir, su hablar, su intelectualizar siempre fueron espontáneos. Aborrecía las discusiones bizantinas y, por esta aberrante manera de querer identificarse con el pueblo, desdeñó todo retoricismo, la teoría por la teoría. El hedonismo intelectual y masturbante. Rafael pensaba que hay que conocer para practicar, que hay que leer y estudiar para servir al pueblo y a su revolución.
A ratos exageró en esta postura. Era comprensible. En un medio intelectual urbano, fatuo e intelectualista, en el que quien más quien menos andaba con una parva de libros bajo el brazo para parecer inteligentes, Rafael tenía que reaccionar. Respetaba y amaba al pueblo pues “estamos hechos de pequeños espacios y de pequeños tiempos” y afirmaba que “si usted es un individuo, ya es una muchedumbre”.
Por eso, más que las relaciones teóricas con la gente le gustaron las relaciones personales. Amistaba con todo el mundo y a lo largo y ancho de su vida fue sembrando amigos por doquier. Frecuentemente se rodeaban de jóvenes poetas y revolucionarios que sin que proponérselos, terminaban convirtiéndose en sus discípulos.
Era rico en ternuras y también apasionado. Adulaba al pueblo sin zalamería. Este sentimiento y actitud contrastaban con el tono épico de sus concepciones políticas, en las que era severo, irascible, inclaudicable.
Su ideal de hombre fue del hombre democrático y en su poesía, intimista y lírica, no desapareció jamás la épica del chulla quiteño, la épica del hombre de la calle. Sin héroes individuales ni protagonistas de fanfarria. Para él los galanes de la historia eran los vendedores ambulantes, los misántropos y las beatas que deambulan en las madrugadas por las calles coloniales, el obrero que baja en bicicleta desde la Tola a su trabajo. “Una boca sin dientes dice maravillas”, reconoce el poeta.
En lo de amar a Quito, encuentro que Rafael se parece a Jorge Carrera Andrade. Sólo que el uno le cantó al Quito intemporal e iconográfico, mientras que el otro al histórico de la transición entre la crisis y la utopía. Al Quito beático y revolucionario de los años setentas.
Pero Rafael no es el poeta de todo Quito. Es el poeta del Quito viejo. El poeta de aquella ciudad que empezaba en El Ejido y terminaba en Chillogallo. El Quito de la Alameda y de la Plaza Grande. Del Itchimbía. De San Blas y de San Bartolo. No es el poeta de la modernidad decadente, sino el de la decadencia revolucionaria. Rafael vivió un tiempo poético y no un tiempo histórico.
Su espíritu se fundió al de la ciudad. Su escueto cuerpo encarna la geografía del Quito Colonial. Es el poeta de la “corta conversación y de los muslos delgados”. El poeta de las “casas blancas con patios interiores, con ropas colgando en todas las ventanas”. Testigo de la transición entre la decadencia y la modernidad.
Pero también Rafael fue el más utópico de los poetas contemporáneos. Su más caro ideal fue la igualdad absoluta entre todos los hombres. Se propuso construir un mundo libre en medio de la vorágine y de la crisis. Por eso sus versos son libres y no académicos. Poemas callejeros que levantan el polvo de los conceptos decadentes. Mas que un poeta de cafetines rancios, Rafael fue un rapsoda de a caballo.
Leo sus versos y les encuentro vecinos a “Los Cantos” de Ezra Pound y a los de “La Tierra Desierta” de Teneense Willams. Poesía magnífica para la esperanza, la alegría y el orgullo. Preconiza el colectivismo venidero, pero que está seguro de que este no vendrá si no es por la fuerza de cada individuo. Es la fortaleza de cada hombre la que le da energía a la democracia.
Generalmente a los poetas se nos acusa de ser esencialmente solitarios. Rafael es la antípoda de la soledad. En todo caso, el es el poeta de la soledades multitudinarias. Por eso no hay en sus versos una gota de pesimismo, de tristeza, de desolación, de fracaso.
No es un poeta existencialista, es un poeta existencial. Y como la existencia, descubre que no obstante el dolor de vivir en una patria como la nuestra, al final del camino hay una dilatada ventana para mirar el futuro en el que todos los hombres seremos aunque distintos, tan iguales.
Así es como conocí a Rafael. Entiendo que muchos de ustedes le habrán conocido más ancha y más profundamente. Yo sólo soy testigo de un pedazo de su pequeña inconmensurabilidad de poeta errante y de revolucionario pertinaz. Aunque las disquisiciones de la teoría nos separaron durante un tiempo, los últimos años de su vida nos reencontramos en la misma alegría de vivir y de soñar.
Y cuando estuvimos a punto de empezar un recorrido restaurador por La Casa de los Siete Patios, este hermano iconoclasta, siempre en la vanguardia de la vida , se nos adelantó a ese punto en el que los hombres se vuelven eternos porque dejan de ser carne para volverse memoria.
Ahora me doy cuenta, después de este largo recuerdo, que para no más de homenajearle a este ángel que vivió en nosotros, hubiese sido suficiente decir que Rafael era un Poeta, un bohemio, un revolucionario, un amigo. En suma, UN SER HUMANO.
Otavalo 30 de Mayo del 2000