Por Francisco Garzón Valarezo
Pese a que ocurrió hace décadas, recuerdo el día de la desaparición como si fuese ayer. En El Oro, un acaudalado millonario del banano, del cacao, del ganado, fue secuestrado. Volaban helicópteros en el cielo de la capital orense y otras ciudades cercanas. Tanquetas del ejército y soldados vestidos y equipados para la guerra bloquearon las vías de acceso a Machala. La marina, con sus lanchas veloces, actuaba en los esteros, en las playas y en las aguas costeras. La diligente policía cumplía su papel. En la calle todos éramos sospechosos.
Las autoridades civiles, militares y eclesiásticas se pronunciaban en comunicados sendos. Pocas horas duró el desconcierto. Total, todo fue falsa alarma. Se descubrió que aquel poderoso magnate fue secuestrado por uno de sus hijos que tenía serias goteras mentales y quería sacarle un poco de plata a su padre.
Este recuerdo me viene por la desaparición de los cuatro pelados de Las Malvinas. Josué e Ismael Arroyo; Saúl Arboleda y Steven Medina. Pero ahora no hay acción radical del ejército, ni la policía ni la marina por encontrar a los niños, ni las hubo a lo largo de este año frente a las nueve denuncias de desaparición forzada que recibió la Fiscalía. Ni las habrá. Y no las habrá porque el Ecuador es un país dividido en clases. La burguesía, como clase dominante controla todo el aparato estatal en su beneficio, incluyendo los recursos materiales, ideológicos y políticos.
No habrá interés en aclarar la desaparición de los niños porque viven en la pobreza y son negros. Y gran parte de la burguesía ecuatoriana es racista, tiene aversión a los pobres.
Solo la presión popular ha obligado al gobierno a emitir juicios ambiguos con la pretensión de evadir su responsabilidad, cuando el país ha visto el momento que una unidad de las FFAA captura a los menores. El país exige transparencia e información en las investigaciones y sanción a los responsables de este acto criminal.