Despedida y no

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Jorge Enrique Adoum.

Como un muerto, amor, yo me incorporo,

echo puñados de olvido y grava, tablas

que mordí, piedras, lo que queda de mí

y de las flores que un día me pusieron,

y todo lo que echaron sobre ti para enterrarme:

las embriagueces de la equivocación, toda

la complicidad por amor, todo el amor

que confundí con el silencio, los clavos

que no me dejaban ir hasta tu frente.

Le devuelvo a tu ayer la herencia injusta

que me dejó en los ojos, mi desesperación

hecha de tierra, el llanto que sacaba

su alcohol a las primeras cuerdas del pasillo,

mi angustia que presentía tu preñez, mis raíces

atadas a tu verdad enorme, tu alarido

en la espalda. Ahí quedan mi camastro

con sus sábanas de soledad y de melancolía,

mi empleo, mi patrón, mi desempleo,

mis deudas de aguardiente y aspirina, mis zapatos

llenos de no hay vacantes y costuras,

los almuerzos en que me ponían un libro

abierto sobre el plato, mi espera de la gran

ocasión, de la gran cosa, del gran día.

Aquí comienzo, salgo del rencor como de madre,

me pongo todos los huesos. Yo me voy

de este hotel de pesadumbre a hoy día,

yo me voy a aprender la esperanza como una

lengua antigua que olvidé entre los escombros

de tanto ser caído en el fracaso, pero tengo

con quién hablar, con los que han muerto

por carta y no lo creo y llegan a enseñarme

su boleto, tu recibo hecho pedazos

por la crueldad del día y las ráfagas

del año. Henos aquí, botín de tus edades,

hasta la altura a que has crecido, hasta

la línea del posterior rescate, prisionera

de ti. Almas amontonadas junto al muro,

caras contra la pared para verte por dentro

ese rostro de hermosa que estaba en las medallas,

y agarradas las manos a lápices, fusiles,

herramientas, cucharas: la batalla

es contigo y el regreso es contigo,

porque has de ser feliz aunque no quieras.

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