Por Jorge Cabrera/ Machala
Mientras la provincia sangra por las venas rotas del abandono, mientras el pueblo arrastra sus pasos entre baches, hambre y promesas rotas, hay quienes se entretienen relatando la epopeya de una palmera. Sí, una palmera. Como si la estética de una mata pudiera maquillar la podredumbre estructural de una provincia y ciudad desahuciadas por la corrupción, los intereses politiqueros y el desdén de las autoridades.
Mientras en las parroquias rurales de El Oro las escuelas se desmoronan como pan viejo, mientras los niños caminan descalzos sobre caminos de lodo y olvido, y los adultos madrugan no para sembrar esperanza sino para cosechar migajas… un ejército de reporteros domesticados celebra la reubicación de una palmera en una avenida de Machala.
Los titiriteros de la pluma y el micrófono, esos que alguna vez soñaron con la verdad y hoy se venden por un almuerzo corporativo, alardean de profesionalismo mientras convierten la miseria en anécdota, el dolor en omisión, y el saqueo en silencio. Pero no son periodistas: son embellecedores de ruinas, jardineros de la mentira, cronistas de la nada. El pais, la provinvia, la ciudad y la parroquia pueden estar cayéndose a pedazos, pero si una rama se endereza, ahí están ellos, con foto, video y hashtag.
Esta prensa tarifada, llamémosla la prensa obediente, la prensa florero, la prensa de escaparate, ha perdido la vocación de interpelar al poder. Su ética es de alquiler. Su libertad, una simulación. Su discurso, una plantilla preaprobada. Se han vuelto expertos en vaciar palabras, en barnizar realidades, en reducir la comunicación social a un boletín edulcorado. Pero detrás de cada nota banal que publican, hay un silencio ensordecedor: el grito de una madre sin medicinas, de un joven sin empleo, de una comunidad sin agua ni justicia.
Que no nos engañen los encabezados risueños ni las fotos retocadas. Mientras ellos celebran la reposición de una palmera, la raíz del problema sigue podrida. Y no habrá jardinero institucional ni vocero maquillador que oculte eso por mucho tiempo.
La comunicación no es un accesorio del poder. Es su antídoto. Es trinchera, no escaparate. Es herramienta de liberación, no cadena de propaganda. Y quien la usa para encubrir lo que duele y encubrir a quien saquea, se convierte en cómplice.
Que lo sepan: pueden replantar todas las palmeras que quieran, pero la historia no los absolverá. Porque no hay ornamento que tape una ciudad en agonía, ni pauta que compre la dignidad de un pueblo que despierta.
A los colegas comunicadores, a quienes aún les arde en el pecho el fuego primero del oficio, les decimos: no vinimos a este mundo a ser cincha de transmisión de los opresores, ni a decorar boletines de prensa con filtros de Instagram. Nuestra herramienta no es la pauta, es la palabra; nuestro deber no es complacer al poder, sino ponerle nombre y rostro al dolor de los sin voz. Cada micrófono, cada cámara, cada titular tiene que ser una trinchera, no un pedestal para la “Autoridad”. No hay neutralidad posible cuando el pueblo se desangra en el polvo o lodo de la miseria, cuando se le arrincona con promesas rotas y se le castiga con silencio. Militar del lado correcto de la historia no es una metáfora, es una urgencia: asumamos con dignidad el papel que nos corresponde, hagamos del periodismo un arma de conciencia, y pongamos nuestras plataformas al servicio de esos intereses sagrados y esenciales que a diario son pisoteados por el abandono, la miseria y el cinismo de sus gobernantes. Porque si no estamos con el pueblo, somos parte del decorado de su tragedia. Y eso, compañeros, es una traición imperdonable.