Por Jorge Cabrera
El reciente pronunciamiento del ministro de Inclusión Económica y Social,
quien sin rubor sostuvo que “a ningún joven le gusta trabajar ocho horas”, es
más que una torpeza política: es la radiografía de una élite que nunca ha
tenido que doblar la espalda para sobrevivir. Estas palabras no surgen del
análisis ni de la empatía social; brotan del desprecio heredado de quienes
jamás conocieron el hambre, el desempleo o la angustia de un alquiler
impago.
Mientras el ministro ironiza diciendo que a los jóvenes no les gusta trabajar, la realidad es otra y es brutal. El 80% de la juventud ecuatoriana no tiene empleo formal; de ellos, más de la mitad (51%) no percibe ingreso alguno. Y los pocos que logran conseguir un puesto suelen encontrarse con trabajos precarios que no reconocen sus derechos fundamentales: no hay afiliación a la seguridad social, no hay vacaciones pagadas, ni décimos ni estabilidad, a pesar de que la Constitución del Ecuador garantiza expresamente estas conquistas como derechos irrenunciables.
Así, la juventud no es perezosa: es víctima de un sistema que la condena a
la informalidad, a contratos basura, a “prácticas” mal pagadas o incluso no
remuneradas. Pues de ese 20% de jóvenes con empleo, apenas un 26% de
las mujeres jóvenes y un 35% de los hombres acceden a un empleo
adecuado, con lo cual se consagra la exclusión estructural como norma. El
sistema les niega el derecho a trabajar con dignidad, les roba la seguridad
social que debería protegerlos y les arrebata los beneficios que la misma ley
manda a respetar.
Entonces, ¿cómo atreverse a hablar de desinterés o flojera juvenil, cuando
lo que se esconde detrás de esas frases es la impunidad de la precarización,
la burla sistemática a los derechos laborales y la indiferencia de quienes
jamás han sentido en carne propia lo que significa vivir sin futuro?
No se trata de que los jóvenes no quieran trabajar; se trata de que se les
niega el derecho a un empleo digno. Se les niega también el derecho a
estudiar: el sistema educativo expulsa cada año a miles por la falta de cupos
en universidades públicas, mientras la educación privada permanece como
fortaleza de quienes pueden pagarla. Un país donde la universidad se
convierte en privilegio y el trabajo formal en espejismo no puede culpar a su
juventud del fracaso estructural de su economía.
Decir que a los jóvenes no les gusta trabajar ocho horas es una burla cruel,
un insulto disfrazado de diagnóstico. La juventud sí quiere trabajar, pero no
para engordar fortunas ajenas con salarios de miseria. Sí quiere estudiar,
pero no para quedarse estancada en una educación que no priorice las
urgencias sociales. Sí quiere vivir, pero no condenada a la precariedad y la
incertidumbre permanente.
Las palabras del ministro no solo hieren: desnudan la arrogancia de una
clase dirigente que habla desde la comodidad heredada. Porque hay
quienes jamás tuvieron que madrugar para vender en un mercado, nunca
supieron lo que es caminar kilómetros en busca de empleo, nunca pasaron
la humillación de escuchar “le llamaremos” después de una entrevista
laboral. Hijos de “papis ricos”, funcionarios del privilegio, viven convencidos
de su heredad mesiánica, cuando la mayoría carga sobre sus hombros las
cadenas de un sistema que les negó hasta lo más elemental: la posibilidad
de vivir.
Este tiempo de expresiones oficiales no es inocuo: naturaliza la idea de que
los jóvenes son flojos, cuando en realidad son víctimas de un modelo
económico que los margina. Se normaliza la precariedad, se culpabiliza al
excluido y se absuelve al poder. Mientras tanto, los programas asistenciales,
(bonos, cursos fugaces, becas insuficientes) se ofrecen como paliativos que
jamás sustituyen el derecho al empleo y la educación digna.
El país ha convertido a su juventud en una generación negada: negada al
estudio, negada al trabajo, negada a la vida plena. Y esa negación no se
explica por la falta de voluntad, sino por un sistema que perpetúa
desigualdades y condena a la mayoría a sobrevivir mientras unos pocos
heredan los privilegios de siempre.
La historia enseña que ninguna generación soporta indefinidamente ser
despojada de futuro. Hoy los jóvenes cargan la frustración de la
precariedad, pero también la energía incontenible para transformar la
realidad. Frente a ministros que trivializan su dolor y privilegios que se ríen de
su hambre, la respuesta será inevitable: reclamar lo negado. Porque no es
verdad que los jóvenes no quieran trabajar ocho horas; lo que no aceptan,
y no aceptarán, es vivir una vida entera sometidos a la explotación, mientras
los herederos del poder se atreven a llamarlos flojos.