La realeza europea: ¿la herencia genética de la sangre azul?

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Por César Paz y Miño*

Durante siglos, la realeza europea creyó que la pureza de su sangre era símbolo de legitimidad divina. En realidad, esa pureza escondía una trampa biológica. La endogamia, practicada sistemáticamente entre primos, tíos y sobrinos, permitió conservar los tronos, pero también multiplicó la expresión de genes recesivos dañinos. En cada generación, los matrimonios políticos remezclaban un mismo genoma, reduciendo la diversidad y acumulando mutaciones que derivaron en deformidades, patologías psiquiátricas, esterilidad y enfermedades raras.

El caso más emblemático fue Carlos II de España, último de los Austrias, cuyo coeficiente de consanguinidad, equivale al de un hijo de hermanos. Su aspecto débil, mandíbula prominente y retraso en el desarrollo físico, reflejan una cadena de uniones familiares, que minó la salud del linaje. La obsesión por conservar la sangre real, terminó por agotar la variabilidad genética de los nobles. En los retratos sucesivos, la “mandíbula de los Habsburgo” se convirtió en un signo visible de esa herencia.

La reina Victoria de Inglaterra, encarna el rostro silencioso de otro problema genético: la hemofilia, una enfermedad recesiva ligada al cromosoma X, que impide la coagulación normal de la sangre. Victoria fue portadora del gen mutado F8 y lo transmitió a varios de sus descendientes. A través de sus hijas y nietos, la hemofilia se extendió por las casas reales de Rusia, Alemania y España, convirtiéndose en símbolo trágico de la fragilidad heredada. El zarévich Alexéi Románov, nieto de la reina, sufría hemorragias mortales que pusieron, en manos del místico Rasputín, la estabilidad de la corona rusa.

De mis libros favoritos, La huella perenne, de Francisco Herrera Luque, analiza cómo estas dinastías no solo transmitieron enfermedades físicas, sino también mentales: melancolías profundas, paranoia, arrebatos de ira o episodios psicóticos que marcaron reinos enteros. Desde la genética, esas manifestaciones se vinculan a variantes en genes como DISC1 o BDNF, agravados por la falta de diversidad genética. La locura real no fue castigo divino, resulta de 20 generaciones y 600 años de endogamia.

Los Austrias españoles, los Habsburgo centroeuropeos y los Romanov compartieron algo más que poder: compartieron ADN. La endogamia funcionó como una espiral descendente, donde el afán de pureza se convirtió en declinación. Cada matrimonio entre parientes cercanos aumentaba el riesgo de expresar genes recesivos y reducía la fertilidad. La consanguinidad, que pretendía perpetuar el linaje, lo llevó al borde de la extinción.

La genómica confirma a los cronistas: las monarquías, lejos de ser biológicamente superiores, fueron poblaciones cerradas y endebles. La “sangre azul” era, en realidad, sangre empobrecida en diversidad genética. En sus palacios circulaban mutaciones que hoy se conocen con precisión, que entonces se interpretaban como designios divinos. La historia demuestra que la fortaleza biológica no reside en la pureza, sino en la diversidad: solo ella garantiza la salud y la supervivencia del linaje. La realeza europea buscó eternidad en su sangre, pero la genética dejó en sus cuerpos la marca más duradera, una huella perenne.

*Investigador en Genética y Genómica Médica. Universidad UTE.

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