Por: Franklin Falconí
“Estado fallido”. De ese modo el programa visión 360, de Ecuavisa, resumía lo que significaron las jornadas del último levantamiento indígena-popular en Ecuador. ¿Fallido?, ¿Fallido por qué? nos preguntamos quienes vivimos con intensidad esos días en que el Ecuador aplastó a la indiferencia y al miedo. ¿Fallido porque el gobierno tuvo que doblegarse ante la magnitud de la movilización popular? ¿Porque no pudo aterrorizar a la gente con la declaratoria del Estado de Excepción, y hasta con el toque de queda, y más bien provocó una respuesta aún más generalizada y eufórica de la población en las calles?
¿Fallido porque no pudo imponer, a rajatabla, con violencia, el recetario del Fondo Monetario Internacional? ¿Fallido porque el primer mandatario tuvo que ser humillado públicamente, frente a los ojos del Ecuador y del mundo, derogando el decreto 883, y recibiendo lecciones de coherencia e inteligencia de los líderes de la protesta?
Si por todas esas razones se afirma que este fue un Estado fallido, pues los ecuatorianos no deberíamos sino sentirnos orgullosos, alegres, optimistas, esperanzados, porque este pueblo, heroico, profundamente solidario, capaz y trabajador, tiene mucho para dar por nuestra patria.
Obviamente no lo ven así en Ecuavisa, ni en Teleamazonas, ni en ninguna de las grandes empresas comunicacionales del país. Esa lectura solo está presente entre el pueblo, y de manera especial entre los jóvenes, que de los medios tradicionales ya no quieren saber sino solo para hacer memes burlescos y divertidos.
Una disputa de sentidos
La representación social en la que trabajan los monopolios mediáticos, en correspondencia con el discurso del gobierno y la derecha, es que en esos 13 días de levantamiento indígena-popular, el Ecuador perdió. Y lo grafican de diversas formas. La más significativa es la pérdida económica de la gran oligarquía; que la han cuantificado: mientras el Comité Empresarial Ecuatoriano habla de 720 millones, la Cámara de industrias de Guayaquil señala que serían 2.300 millones los que habrían dejado de percibir los “sectores productivos”, como eufemísticamente llaman a estos grupos económicos de poder.
Y la otra forma de pérdida que les escandaliza, y que tiene que ver con asegurar las condiciones para que aquellos “sectores productivos” sigan viviendo “en paz”, es precisamente aquella que expresa el titular del programa Visión 360: el Estado les falló. Los ecuatorianos se pasaron por sobre la autoridad y el orden que el Estado burgués impone, y lo hicieron de manera “violenta”, lo cual ya no solo que les preocupa, sino que les aterroriza.
En el orden simbólico, el saqueo que sufrieron algunas grandes cadenas comerciales y empresas, rebaza el sentido de la delincuencia común, pues con ella el Estado burgués no tiene problema en lidiar, siempre lo ha hecho. No ocurre lo mismo con el irrespeto a esa majestad del gran capital.
Escenas de horror vivieron algunos “respetables ciudadanos” que, en un acto de absoluto desprendimiento, dicen no estar de acuerdo en seguir pagando un combustible tan barato, pues no son pobres para que el Estado los subsidie. Pues ahora se horrorizaron al ver el Quicentro Sur, en Quito, era invadido por desarrapados que ensuciaron y dañaron las límpidas vitrinas y se llevaron aquellas marcas que por principio son prohibidas para ellos. Se escandalizaron al enterarse que más de 31 haciendas florícolas eran ocupadas para impedir que sus empleados continúen siendo sometidos a unas “normales” condiciones esclavizantes de trabajo.
Se murieron de miedo al ver que las instalaciones de la transnacional Parmalat se llenaban de campesinos que por primera vez observaban dónde iba a parar el producto que tan barato se lo venden a los grandes empresarios de la leche.
Miedo. Exactamente es eso sintieron, y es lo que explica la violencia con la que responde ahora la santa alianza burguesa luego del levantamiento. En el miedo que sienten como clase se explica el guerrerista discurso de Fabián Fuel, director de Operaciones del Comando Conjunto de las fuerzas Armadas, acerca de “identificar, aislar y neutralizar” a los “terroristas”.
Es el miedo de haber visto a combatientes populares usar escudos, primero de cartón, y luego, por iniciativa popular, de lata rústica, para defenderse de los proyectiles de militares y policías que, en varios episodios del levantamiento, fueron derrotados e incluso capturados por los manifestantes.
Entonces, el leiv motive del discurso periodístico al hablar del levantamiento se llama: violencia, vandalismo, terrorismo, delincuencia. Y el enfoque desde el que se construye sentido es la paz, el orden, el equilibrio…
En la otra orilla
La narrativa desde el bloque popular se arma desde las vidas de sus actores. Desde la franca y simple vida cuotidiana del trabajador, que mira con desprecio e indignación la forma tan impune en que los grupos poderosos se lo llevan todo y tratan de aplastar aún más a los pobres. El discurso es así, sencillo y claro. Se siente familiaridad, unidad, fuerza, esperanza.
También se siente miedo, pero ya no el miedo a ser golpeado o incluso asesinado en las calles, ese miedo ya pasó. El temor es a no ganar, a dejar otra vez a medio camino el sueño de un país más justo. Pero el autoestima como pueblo ha crecido, ya no nos pueden convencer de que los indígenas somos ignorantes o incultos, tampoco pueden decir que los trabajadores somos fáciles de comprar con un plato de lentejas, o que nuestras marchas y cierres de vías no funcionan. Es más, hoy somos ejemplo para América Latina y gran parte del mundo. Y nos sentimos orgullosos.
Las narrativas de la lucha popular inauguran ahora nuevas estéticas, comunicacionalmente nos vemos multicolores pero rojos, y nos vemos hermosos, gigantes, sonoros.
Tenemos experiencia ya no solo en superar los cercos policiales y militares, sino también los cercos informacionales. Levantamos con orgullo nuestros propios micrófonos, desplegamos nuestros propios reporteros populares. Hemos recuperado la tradición insurgente de los medios alternativos.
Nos dirán de todo, también en ese plano. Nos dirán, por ejemplo, que no hemos contrastado, ni verificado la información, que mostramos imágenes demasiado explícitas y fuertes de las víctimas de la represión, que eso hiere sentidos. Pero sabemos que rompimos el cerco mediático con la transmisión en vivo, desde el lugar de la bronca, porque teníamos en la una mano la piedra y en la otra la cámara. Sabemos que la cruda realidad que exhibimos jugó un papel crucial en generar una conciencia verdadera de lo que estaba sucediendo, que así construimos la historia. Que el mundo y los defensores de los derechos humanos tendrán, gracias a esas imágenes, certeza de que el Estado actuó como un asesino, que el Presidente y sus ministros, del Interior y de Defensa, tienen sus manos manchadas de sangre.
En esta orilla sabemos que nos quedan muchas lecciones que procesar y comprender. Y no dejaremos de discutir sobre ellas, pero sobre todo, nos hemos dado cuenta que si pudimos ser protagonistas de ese hito histórico de octubre, somos capaces entonces de reflexionar, debatir y ponernos de acuerdo en el tipo de patria que queremos.
En esta disputa de sentidos, nos corresponde apagar la televisión y encender la conciencia. Lo hemos hecho bien, pero tenemos que hacerlo aún mejor.