Por Alfonso Murriagui
En estos días, sin mayor trascendencia en los círculos oficiales, pero sí con un importante despliegue mediático, se conmemoraron los cien años de la llegada a Quito del ferrocarril que unió el puerto de Guayaquil con la Capital del Ecuador. Ese día, 25 de junio de 1908, el presidente Eloy Alfaro, con todo su gabinete e invitados especiales, “bajó a pie y fue caminando, desde el Palacio de Carondelet hasta la entonces parroquia rural Chimbacalle”, para recibir a la locomotora No. 8, la primera máquina a vapor que unía la costa ecuatoriana con las altas cumbres de la Cordillera de los Andes.
Así se cumplía el sueño de dos grandes gobernantes ecuatorianos, colocados en distintos bandos políticos, García Moreno y Eloy Alfaro. El primero, García Moreno, concibió el proyecto original y construyó el tramo entre Yaguachi y Milagro, como deja constancia en su informe a la nación, que no pudo leerlo ante el Congreso Nacional, porque fue asesinado el 6 de agosto de l875, en el que decía textualmente: “No debo omitir al menos que tenemos en explotación 9 leguas de ferrocarril (unos 45 kilómetros), con rieles suficientes para tender unos 30 kilómetros más”.
Cuando Alfaro, ya en el poder, se hizo cargo de la construcción del ferrocarril, tuvo que empezar desde cero, puesto que, al suscribir el contrato con la Compañía norteamericana “Guayaquil & Quito Railway Co.”, cuyo gerente era Archer Harman, se estipulaba que “tendrán que rehacerse en su totalidad las 65 millas existentes del ferrocarril entre Durán y Chimbo”. Pero esto no era lo más grave, el más grande escollo era vencer al cerro “Condorpununa”, una mole rocosa de 800 metros de altura, conocido como “La Nariz del Diablo”, para lo cual había que salir de Bucay, situada a 297 metros sobre el nivel del mar, avanzar hasta Huigra, a l.2l9 de altitud y desde la hondonada del río Chanchán remontar La “Nariz del Diablo”, mediante ingeniosos y atrevidos tramos en zigzag, para, una vez vencida la Cordillera de los Andes, unir la Costa con la Sierra.
Con la llegada del tren, Chimbacalle, comienza su metamorfosis y de parroquia rural se convierte en el barrio de Chimbacalle que, desde entonces, cobra una gran importancia como un centro de gran actividad comercial e industrial. La salida y la llegada de los trenes promueve una serie de negocios: se instalan hoteles y pensiones para huéspedes ocasionales; en la calle Sincholahua, frente al edificio aún en construcción de la Estación del Ferrocarril, se construye el Hotel “Estación”, en el que se albergan pasajeros de ingresos medianos y altos, surgen también pensiones y alojamientos más baratos, salones y restaurantes en los que se ofrecen los platos típicos preferidos por los quiteños: fritada, hornado, caucara y tortillas de papa, manjares que se acompañaban con la espumosa chicha de jora, de indudable ancestro indígena.
Entonces se hace necesario el transporte colectivo para trasladar a los pasajeros que llegan en el tren, desde Chimbacalle al centro de la ciudad; es cuando aparece el tranvía, un servicio de transporte eléctrico, cuyos coches, parecidos a un vagón de ferrocarril de primera clase, recorren Quito, desde las calles Colón y l0 de Agosto, frente a la quinta “La Circasiana”, mansión de Jacinto Jijón y Caamaño, entonces un suburbio en las afueras al norte de la ciudad, hasta la estación de Chimbacalle, en las calles Maldonado y Sincholahua al sur, recorrido por el que se paga la exorbitante suma de diez centavos.
Ya en la década de los años 30, Chimbacalle es un gran barrio citadino, quizás el más importante de entonces; tiene varias fábricas, dos textileras, La Victoria y la Internacional, una fábrica de fósforos, se construye el Comedor Obrero, en el que se provee alimentación, a precios módicos, a los miles de obreros que trabajan en sus alrededores. Los muchachos de entonces, entre seis y doce años, tienen como lugar central de sus juegos y de sus sueños la Estación del Ferrocarril: ya sea para “aplanar” en los rieles sus “tillos”, con los que confeccionan los “zumbambicos” o para viajar, “paveando”, colgados de los vagones de pasajeros o de carga, mientras las máquinas realizan los “cambios”, movilizándose hasta la Villa Flora, una vieja hacienda ganadera, en donde los vecinos van por las tardes a tomar leche recién ordeñada. Los fines de semana, las familias del barrio organizaban paseos a lo largo de la vía férrea, que a sus costados tenía pequeñas lagunas llenas de “huillis-huilles” (renacuajos), hasta San Bartolo, lugar en donde se “acampaba”, para comer tortillas con caucara, chancho hormado, chicha de jora, mientras se contemplaba el paso del tren que iniciaba su viaje rumbo a Riobamba o Guayaquil, con carga o con pasajeros, pitando alborozado y pujante; con el tren viajaban los sueños de aventura que, luego, más de uno de aquellos niños los cumplirían, ocultos entre costales de papas o de harinas, en un viaje hasta Riobamba o Guayaquil, “para conocer el mar”.
Chimbacalle, entonces, era un barrio totalmente popular. Mientras al norte surgían “barrios de ricos”, como la Mariscal, la Pata de Guápulo o la “Ciudadela Jardín”, (hoy América), alrededor de Chimbacalle emergían el Pobre Diablo, la Villa Flora, Santa Anita, El Camal, La Magdalena, las ciudadelas México y Los Andes, y se convertían en zonas urbanas altamente pobladas los entonces pueblitos olvidados como San Bartolo, Santa Rosa, Guajaló, El Recreo, Chillogallo, Guamaní, Las Cuadras, El Beaterio.
Con la llegada del Ferrocarril Alfarista, llegó también a Quito el germen de una clase obrera vigorosa, que tuvo como centro de operaciones el barrio de Chimbacalle, que entonces albergaba a los trabajadores ferroviarios y a los obreros textiles y sus familiares, pioneros de la clase trabajadora del Quito recoleto y conventual, que daba sus primeros pasos en su lucha por cambiar el viejo sistema de explotación imperante.
Publicado el | 24 de julio de 2008, sección Cultura: Desde las huellas