Por José Díaz
La industria alimenticia se constituyó como tal, debido a la transformación del aprovechamiento de la necesidad biológica de la alimentación en mercancía, cuya producción responde a la sed insaciable de acumulación de la riqueza del burgués. Solo así se entiende que, aunque un aditivo como el colorante rojo #3 (eritrosina derivada del petróleo) sea tóxico: su bajo coste y brillo llamativo lo convierten en un químico «rentable», aun cuando décadas de estudios científicos demuestren su potencial cancerígeno y no exista cuantificación de todas las personas que contrajeron cáncer debido a este product.
El 15 de enero de 2025, la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA en inglés) de Estados Unidos, prohibió por completo su uso en alimentos, bebidas y medicamentos, tras clasificarlo como sustancia química cancerígena. Los grandes medios, empresarios y ONGs lo alabaron como una conquista «pro consumidor». Pero la medida llega más de treinta años después de que este colorante fuese vetado en cosméticos, y cuando la Unión Europea, Reino Unido, Australia, China, Japón y Nueva Zelanda ya lo habían eliminado de su industria alimentaria. ¿Por qué tanta demora? Porque, como Federico Engels denunció, en el modo de producción capitalista «todo se sacrifica a la ganancia», incluso la salud de la gente.
En octubre de 2023, el estado de California prohibió gradualmente la eritrosina; sin embargo, la FDA tardó hasta inicios de este año en extender la medida. No fue bondad gubernamental, sino la convergencia de denuncias de la población e informes científicos contundentes lo que impidió a las grandes corporaciones seguir vendiendo este veneno sin afectar su «imagen» (que les significaba pérdidas económicas). Basta recordar que otros colorantes -casi uno por década- han sido vetados después de denuncias similares. Esto no es nuevo, hace siglo y medio Carlos Marx explicaba que el fetichismo de la mercancía convierte los productos en objetos de poder casi autónomo, es decir, indiferentes a sus efectos nocivos sobre el consumidor.
La industria justifica el uso de estos compuestos afirmando que «hacen la comida divertida, atractiva y sabrosa», reduciendo el alimento a mero espectáculo o entretenimiento, cuando este cubre una necesidad biológica y en primer lugar debería primar su función nutricional. Vale recordar que desde hace milenios, la humanidad ha usado plantas, animales y tierras para colorear, desde la pintura rupestre hasta obviamente la comida. No es que no existía otra alternativa para obtener colorantes alimentarios; es que al capital se le hacía más cómodo -y barato- mantener su modelo de negocio tal como venía hace décadas. Para el sistema actual, la máxima es: mientras produzca plusvalía, da igual que mate y envenene.
El capitalismo ha repetido este patrón a lo largo del siglo XX. En Estados Unidos, las fábricas de juguetes promocionaban muñecos y carritos pintados con pigmentos que contenían plomo, incluso con materiales radiactivos para «brillar en la oscuridad», presentados como productos inofensivos para niñas y niños. Estudios posteriores demostraron la toxicidad del plomo en el desarrollo neurológico infantil y los riesgos de la radiación; la exposición crónica a estos compuestos se demostró que elevababa la incidencia de tumores, desórdenes neurológicos y endocrinos, pero las empresas obtuvieron décadas de ganancias antes de que la convenientemente lenta regulación prohibiera comercializar esos juguetes.
Otro caso más gráfico -y grotesco- es la industria tabacalera que comercializó el cigarrillo como un símbolo de modernidad y salud. Médicos asalariados por las propias tabacaleras recomendaban fumar como un hábito relajante, llegándose a permitir fumar en aviones y hasta aconsejarlo a embarazadas. Solo tras miles de millones de dólares perdidos en litigios, multas y la presión social y científica que expuso su estrategia de desinformación, se reconoció públicamente el vínculo del tabaco con el cáncer y las enfermedades cardiovasculares, y se impusieron gradualmente restricciones a la publicidad y lugares libres de humo.
En Ecuador, no hay legislación aún sobre el colorante rojo #3, y tanto aquí como en el mundo, es lamentable que en lugar de invertir en el desarrollo de colorantes de origen natural o tecnologías limpias -como haría una sociedad moderna y centrada en el bienestar colectivo-, el capital siempre elija la opción más barata. Es urgente entonces el mantener este tipo de denuncias y condenar estas nocivas prácticas de la burguesía, exigir por parte del estado un control permanente de aditivos y contaminantes, así como una legislación que priorice la salud pública sobre la acumulación del capital, educación alimentaria dirigida al sector de la educación y hacia la población general. Pero, estos son solo parches, no podrá haber ningún progreso social real si no se habla también de desmantelar la industria alimenticia tóxica y desarrollar una profunda y modernizadora soberanía alimentaria, con producción local de alimentos sin químicos nocivos, donde la alimentación de calidad, nutrición y desarrollo del ser humano sea la prioridad.
Por el bien de nuestra salud y la supervivencia de la humanidad, nuestra alimentación no puede seguir en manos de la gran burguesía.