Por Jorge Cabrera
En Quito, no marchó el pueblo: marchó la farsa. Un cortejo infame de bufones y payasos, disfrazados de defensores de la democracia, desfiló para rendir pleitesía a un aprendiz de dictador. Era la comparsa del poder, un carnaval grotesco donde cada sonrisa era forzada y cada aplauso, un eco servil dirigido al trono de Noboa.
Noboa, en su afán de arrodillar al último bastión de la democracia, la Corte Constitucional, convocó no al pueblo, sino a su caricatura: allí iban los servidores públicos obligados, con la dignidad secuestrada por amenazas veladas y órdenes disfrazadas de “patriotismo”. Allí iban los engañados, llevados como rebaño por el látigo invisible de la propaganda. Allí marchaban gamonales engominados, clérigos de sotana bien planchada y olor a incienso podrido, fascistas disfrazados de “ciudadanos preocupados”, y la jauría mediática, siempre lista para maquillar la
podredumbre con palabras huecas.
Pero lo que más dolía, y a la vez daba asco, era la corte de aduladores.
Payasos que, sin gota de vergüenza, aplaudían cada gesto del caudillito, bufones que competían por ver quién hacía la reverencia más baja, quién gritaba más fuerte el nombre del patrón. Gente que vendió su voz por una foto, por un aplauso, por un plato frío servido en el banquete del poder.
Desfilaban como si la historia no estuviera mirando, como si no supieran que
el pueblo tiene memoria y que la memoria es filo que corta. No eran ciudadanos, eran figurines de utilería, piezas reemplazables en el teatro barato del autoritarismo.
Pero mientras ese circo avanzaba con escolta estatal, en otros rincones la patria verdadera respiraba: en el surco abierto por el campesino que siembra con las manos curtidas, en la fábrica donde el obrero sostiene la producción con sudor y músculo, en la escuela donde la maestra enseña sin más recurso que su vocación, en la plaza donde la juventud se organiza para no dejarse arrebatar el mañana.
La democracia no se defiende con tarimas y parlantes del Estado, ni con multitudes compradas o presionadas. Se defiende con el coraje de un pueblo que no olvida, que no se arrodilla y que sabe que los derechos conquistados con sangre no se entregan con discursos.
La grotesca medida de fuerzas de hoy no intimida: confirma lo que ya sabíamos. Que frente al aparato del poder se levanta un Ecuador de trabajadores, campesinos, mujeres, juventudes y pueblos ancestrales decidido a no retroceder un solo paso.
Porque la razón del pueblo es invencible. Y llegará el día en que todos esos bufones y payasos que hoy se arrastran quedarán como una nota vergonzosa en la historia, borrada por la marea imparable de un pueblo que, con su Unidad Popular y lucha, construirá un país por y para quienes lo trabajan y lo defienden.