Por Francisco Escandón Guevara
Apenas el Ecuador se resarcía del homicidio del alcalde mantense, Agustín Intriago, y vuelve a conmocionarse con el sicariato perpetrado contra el presidenciable Fernando Villavicencio. Es evidente, se trata de un crimen político que profundiza la crisis de inseguridad y genera zozobra sobre el desenvolvimiento de los comicios del 20 de agosto.
Este asesinato tiene dimensiones de magnicidio y amenaza con subordinar, por completo, a la frágil democracia bajo la sujeción de la violencia y las mafias que progresivamente están tomando posesión de las instituciones estatales.
Se está imponiendo una especie de estado de barbarie en el que prima la crueldad, la irracionalidad, y está ausente cualquier principio humano. Todos los otros políticos acribillados, durante las dos últimas campañas electorales, y los cadáveres de miles de compatriotas testimonian que desde Carondelet no se gobierna.
La respuesta del banquero certifica lo dicho. Luego del gabinete de seguridad, emitió dos decretos, uno en el que anuncia tres días de luto nacional y otro, tan predecible, que declara un nuevo estado de excepción en el cual se restringen libertades públicas. Esas decisiones, como la serie de medidas asumidas durante el mandato del banquero, no menguarán la violencia. El des-gobierno de Lasso está reducido al triste papel de anunciador del obituario de muertes diarias.
Hay más preguntas que respuestas oficiales y distintas especulaciones alrededor de los supuestos responsables del crimen, de los móviles del delito, incluso del protocolo con el que actuó el equipo de seguridad del presidenciable; pero lo cierto es que el Estado está en la obligación de contar la verdad sin dilaciones y de juzgar con todo el rigor a los autores materiales e intelectuales de este sicariato.
El crimen y el narcotráfico pretenden someter la moral de los ecuatorianos a sus macabros intereses, para ello socializan la desazón, el miedo y la impotencia como cultura de la nación. Esa realidad ya la vivió México y Colombia en las últimas décadas del siglo anterior, a partir de sus experiencias se deben recrear estrategias y políticas que permitan devolver el derecho de vivir en paz que reclama la gente.
Urge convocar a la unidad del pueblo para recuperar el país secuestrado por las mafias. Un pacto social que derrote las causas estructurales de la violencia, juzgar a sus responsables y reparar a las víctimas y sus familiares.