«El Mesías de los Bueyes: el cinismo institucionalizado»

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Por Jorge Cabrera
Dios, ese personaje que en Ecuador se menciona más que la Constitución, ha vuelto a ser invocado por uno de sus más recientes y oportunistas apóstoles: Clemente Bravo Riofrío, ungido por el dedo invisible del compadrazgo como presidente del CONGOPE. Según él, los políticos están “donde Dios quiere”. Pero si ese es su Dios, entonces es un dios ciego, sordo y mudo.
Este Mesías de la maquinaria, que no multiplica panes sino excusas, no sana leprosos sino que reparte maquinaria con fines electorales, y no predica el amor sino el asfaltado selectivo, ha sido elevado al podio de los prefectos por méritos desconocidos y ambiciones descaradas. Lo suyo no es fe, es estrategia; no es voluntad divina, es cálculo vil.
Y mientras la ruralidad de El Oro sigue postrada, como Lázaro esperando el milagro, Bravo pasea con su túnica de obras mal hechas y su corona de selfies. Las parroquias claman por prevención, por caminos, obras prioritarias; pero lo único que reciben son promesas que se evaporan con cada invierno, fechas que no llegan y retroexcavadoras que desaparecen cuando las cámaras se apagan.
Pero Machala… ah, Machala. Tierra prometida de su próxima reencarnación política. Allí no falta asfalto, aunque ya haya asfalto. Allí se invierte, se adorna, se pavimenta, porque allí no gobierna, pero quiere. Y como todo falso profeta, prepara el camino de su ascenso, no con milagros, sino con fondos públicos, esos que no alcanzan para los cerros olvidados ni para las parroquias olvidadas, pero sí para embellecer el reino donde sueña con reinar como alcalde.
¿Cuánto cuesta esa campaña camuflada? ¿Cuántas obras en Guanazan, Palmales, Muluncay, ¿Malvas, Jambelí, San juan de Cerro Azul se han suspendido para que las calles de Machala brillen con una capa de promesas electoreras? ¿Cuánta maquinaria, comprada con fondos de todos, trabaja exclusivamente para engalanar la ciudad que ansía gobernar?
Ha convertido la prefectura en su iglesia, al presupuesto en diezmo y al pueblo en feligresía cautiva. Habla de Dios como quien habla de un socio silencioso, uno que le permite mentir en su nombre, repartir castigos a quien no aplaude y milagros a quien se arrodilla.
Y no está solo en esta cruzada sacrílega. Le acompañan otros bufones en su corte celestial: como un pasajeño desubicado, que proclamó a un santa roseño como el próximo alcalde de Machala, como si la voluntad del pueblo se pudiera cocinar en un almuerzo entre compadres. Así se consagra el reino de los nuevos ricos, donde el hambre ajena se usa como escalón y el barro del campesino sirve solo para el maquillaje de campaña.
Clemente no representa a los orense. Es el Judas que come en sus mesa y vende sus esperanzas por treinta votos. Es el falso profeta que no trae palabra ni justicia, sino slogans. Es el Mesías de los Bueyes, porque carga el arado de la demagogia sobre las espaldas rotas del campesino que ya no cree ni en milagros ni en prefectos.
Y si Dios lo quiere allí, como él afirma, entonces ese Dios ha sido tomado como rehén por la politiquería, crucificado por cada mentira, enterrado bajo cada asfaltado innecesario, y resucitado solamente en los discursos de quienes no tienen más fe que en su próxima candidatura.
El pueblo orense no necesita dioses de barro ni profetas de asfalto. Necesita verdad, trabajo, respeto. Y justicia. Porque si este es el camino del «elegido», que vengan los herejes a prenderle fuego a sus templos de hipocresía.
Porque mientras Clemente Bravo se envuelve en la seda del poder, la provincia sangra por dentro. Y la historia, esa cronista implacable, sabrá escribir con justicia el nombre de los que gobernaron para sí y no para su pueblo.
4 de junio del 2025

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