El Muelle viejo

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Por Francisco Garzón Valarezo/ Machala

A Puerto Bolívar iba a dejar la ropa limpia que lavaba mi madre a una familia que vivía cerca del muelle viejo, ese que construyó Alfaro en el año cero del siglo pasado y que se acaba hundir en el terremoto del 18 de marzo del 2023. No asomaba la aurora y antes de partir, mi padre me servía una taza de café “para que abrigue el estómago”. A las ocho ya estaba en la escuela. Mi madre realzaba mi obediencia ante sus amigas sin saber que me movía el encanto de ver a los buques anclados en la rada; de ver a los carpinteros navales calafatear los cascos de madera de las barcas; de ver la descarga de los pesqueros que traían tortugas enormes que solo podían cargar entre cuatro hombres. La ruta a Puerto Bolívar había sido levantada en el lodo, en territorio de cangrejos, y aún quedaban en esos años el despojo de una colonia de esos animales que correteaban por el manglar.

El tráfico en el estero, frente al puerto, era intenso y me atraía el estruendo que hacían las cadenas de los barcos cuando los marineros las aflojaban para el fondeo. En “El piedrero” oía el reidero descarado de los cholos porque los tiburones enormes que despostaban serían vendidos en la sierra como corvina. Me gustaba mirar el lomo brilloso de las felices parejas de bufeos que nadaban rumbo al Perú en su viaje de luna miel.

Me daba tiempo para ir al muelle a mirar a los pasajeros que iban a Jambelí y distraerme con la expresión de terror de los cañarejos o los azuayos cuando veían el mar por primera vez. “Este ha sido el Pacífico”, decían con estupor. Los más osados, antes de trepar a los botes se afanaban tomando puro a pico de botella mientras las mujeres se santiguaban y se encomendaban a dios, o a quien sabe quién, en súplicas angustiosas. En esos años la gente salía a la isla desde el muelle que se hundió.

A esa precoz edad inició mi romance con ese muelle y con el mar, un romance que nunca terminará. Ese mar infinito y glorioso se marcó en mi alma, en mi piel y en mis sentidos para siempre. En aquel muelle, mis oídos se aprestaron para recibir sus eternos y amorosos rumores. Sentía que las olas y el viento se entonaban con mi aliento. El olor del océano tenía un vaho de manzanilla, otras veces olía a eucalipto. En esas visitas al muelle supe que sería marinero. Fijaba los navíos en mi mente y pretendía construirlos con retazos de madera en el patio de mi casa, o con un pedazo de masa de pan que robaba a mi madre y que luego metía al horno de leña.

Eran los tiempos de las balandras que a punta de viento y marea llegaban desde Puná trayendo en su vientre grandioso su ofrenda de cocos, ciruelas y la delicada golosina de las chirimoyas. Cuando el cielo amanecía despejado se veía el perfil distante y azulado de la isla; y en las noches, los pescadores que trajinaban frente a Jambelí, adornaban el mar con sus mecheros de luz que se mezclaban en el horizonte con el azul de las estrellas que temblaban de frío.

Los bufeos, los delfines criollos del Ecuador, que nadaban frente al muelle, se han retirado al amparo de los esteros del golfo de Guayaquil huyendo de las redes de los pesqueros. Allí los vi nadar hace tiempo con su gracia de siempre.

Desde Puerto Pital en Santa Rosa, llegaban grandes barcos de madera de dos pisos que lucían sus nombres pintados con el amarillo, azul y rojo de nuestra bandera y que por las noches iban y venían de Guayaquil cargando bultos, gente y animales. Se llamaban: Presidente, Jambelí, Olmedo, Daysi Edith, Bolívar, Colón, Quito. Mi ambición era viajar algún día en esos barcos. Cuando estaba en el muelle, me atacaba un furioso deseo de viajar en esos o en cualquier barco sin saber siquiera adónde quería ir. Fantaseaba con el aire fresco y oloroso y con las emociones que sentiría cuando me haga a la mar. Me imaginaba en una balsa errante, sin brújula, el océano, el viento y yo.

Mientras esperaba la ocasión de navegar, me conformaba con atrapar los cabos que lanzaban los marineros cuando atracaban en el muelle y sujetarlos al amarradero.

Por esas añoranzas ese muelle será para mí y para siempre, un recuerdo amado… Y triste.

Desde allí, a las ocho de la noche del 23 se diciembre de 1973 soltó amarras rumbo a Guayaquil el barco Jambelí que naufragó en la travesía. Murió una cantidad de personas cuya cifra nunca se supo con certeza. Esa fue, y sigue siendo hasta hoy la tragedia naval más dolorosa del mar ecuatoriano.

En una fecha que he olvidado, por ese muelle desembarcó un cajón de madera que escondía el cuerpo de una mujer descuartizada. La habían asesinado en Guayaquil y la mandaban a Loja a nombre de un falso destinatario. El mal olor en las oficinas del correo hizo que se descubra el crimen, más no al criminal. El caso fue tratado durante días con el nombre de “El crimen de la mujer encajonada”.

En septiembre de 1953, cinco años antes de que yo nazca, el Che Guevara, junto a su amigo “Calica”, zarpó desde ese muelle en su viaje a Centroamérica, después a México, luego a Cuba y más tarde a la inmortalidad.

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