Por Francisco Garzón Valarezo
Aquel día yo regresaba de una faena de pesca de varios días en alta mar y solo quería dormir. A golpe medianoche el capitán del “San Alfonso” hizo un comentario sobre el inicio de la luna nueva, dispuso proa a tierra y me confió la rueda del timón. Guíate por ese lucero, me dijo, no le pares bola ni al viento ni a la marea y en tres horas, a tres cuartos de máquina verás las luces de Machala. Pero el mar se enfureció. Con apuros estuvimos saltando a tierra a las once de la mañana.
¡¡Familia!!, me decía Jaime cuando me saludaba.
Cerca de las dos de la tarde iba rumbo a casa por la Avenida de las Palmeras cuando escuché a un amigo que me llamaba desesperado de la acera opuesta. No podía distinguir lo que me decía. Traté de pasar la calle pero había mucho carro, en el parterre escuché el grito limpio: mataron a Jaime.
¿Por qué te mataron, hermano?
Nuestro enemigo de clase quiso anularnos con tu muerte, empleó y sigue empleando el terror, la violencia del despido laboral, el acoso judicial, el castigo de la cárcel para borrarnos. Pero aquí estamos, hermano. La acerada estructura del partido que ayudaste a forjar sigue maciza, los asesinos no han podido y no podrán con nosotros. Aquí estamos. Porque tenemos un lazo de pasión con la lucha y la vida que esos pobres y tristes hijueputas que te mandaron a matar no entienden.
Recién habías cumplido sesenta y dos años.
Cada aniversario de tu muerte el Estado se acuerda de tí con discursos fofos, hace promesas inútiles, pero nosotros sabemos que son lamentos fingidos, que son una maña para encubrir a los autores intelectuales del crimen. Ni siquiera han tenido la valentía para declarar tu muerte como crimen de Estado. Los monstruos que ordenaron tu asesinato pueden estar tranquilos mientras lo controlen todo, pero cuando pierdan ese control serán desnudados, mostrados a la luz, se publicaran sus nombres, el pueblo será juez, los acusará y serán condenados. Cuarenta y cinco años demoró conocer a los asesinos de Víctor Jara en Chile, ochenta años llevó descubrir con pelos y señales a las bestias que terminaron con la vida de Federico García Lorca en España. Hermano Jaime, con el tiempo se conocerá a tus asesinos, a los de Milton Reyes, a los del general Jorge Gabela, a los de José Tendetza, y si no viven cuando se los descubra, sus nombres serán escarnecidos como exigencia imperativa de la historia.
Tenías sesenta y dos años y un vozarrón de arrebato juvenil para declamar tus discursos. Cada rincón del Ecuador recuerda la abundancia de tu alegría, la lluvia de tus estruendosas carcajadas, tus bromas, las campanadas de optimismo que dejabas en la gente que te escuchaba. Gritabas la verdad y condenabas la violencia de los burgueses.
El tiempo no librará a los asesinos del pueblo, porque “lo que se escribe con sangre, no se puede borrar”. Así lo proclamó el poeta.