Javier F. Ferrero
Donald Trump no ha entrado en guerra. Ha convertido la guerra en su forma de gobernar. El ataque en Irán contra Fordo, Natanz e Isfahan no es una maniobra táctica, ni un movimiento estratégico: es un gesto. Un gesto brutal, unilateral, desmedido y deliberadamente desprovisto de todo marco legal. Lo verdaderamente peligroso no es que el presidente estadounidense haya bombardeado instalaciones nucleares iraníes. Lo alarmante es que lo haya hecho con la naturalidad de quien firma un contrato inmobiliario, con la satisfacción de quien firma un cheque sin fondos. El derecho internacional, la Carta de la ONU, el TNP… todo eso son papeles mojados cuando quien lanza los misiles cree que la historia está de su parte.
Aparentemente, el objetivo era neutralizar la “amenaza nuclear” iraní. Pero los hechos desmienten esa retórica. Fordo estaba evacuada. No hubo víctimas civiles. No hay evidencia de fuga radiactiva. No fue un ataque preventivo: fue un castigo simbólico, una humillación pública, una exhibición de fuerza disfrazada de seguridad global. Es el viejo lenguaje de las potencias coloniales: destruir para que quede claro quién manda. Por eso Trump no habla de negociaciones, sino de advertencias. No ofrece acuerdos, exige rendiciones. Y no oculta sus motivaciones: “Si Irán responde, los próximos ataques serán más grandes y más fáciles”. La diplomacia ha sido sustituida por un chantaje a cielo abierto.
Netanyahu, por supuesto, aplaude. La Casa Blanca y Tel Aviv se abrazan en una coreografía de poder sin pudor. Pero lo más grave no está en Oriente Próximo, sino en Washington: la Constitución estadounidense ha sido enterrada bajo el humo de los B-2 Spirit. El Congreso no ha autorizado este ataque. El pueblo estadounidense no lo ha pedido. Ni siquiera ha sido consultado. El presidente actúa como emperador, no como mandatario. Y al hacerlo, compromete no solo la paz internacional, sino la propia viabilidad democrática de su país. Porque una democracia que permite que un solo hombre decida cuándo y contra quién lanzar una guerra ya no es tal cosa: es una oligarquía armada hasta los dientes.
El siglo XXI no empezó con el 11-S. Empezó cuando Estados Unidos descubrió que podía violar sistemáticamente el derecho internacional sin consecuencias. Hoy, en 2025, esa lógica alcanza su forma más pura: un ataque sin base jurídica, sin apoyo internacional, sin resultados militares claros y con consecuencias imprevisibles. El bombardeo no ha destruido la capacidad nuclear de Irán. Ha destruido algo mucho más frágil: la esperanza de que la política internacional pudiera regirse alguna vez por normas comunes y no por el músculo del más fuerte. Y eso, aunque la ONU emita comunicados, aunque Guterres se alarme, aunque Europa guarde un sepulcral silencio cómplice, ya está en marcha.
La guerra ha vuelto. Pero nunca se fue. Solo cambió de forma. Se volvió constante, difusa, televisada. Y ahora, con Trump como su showrunner, ha vuelto a ser rentable. Porque la violencia, cuando se ejecuta sin castigo, se convierte en método. Y el método Trump es claro: destruir, proclamar victoria y pedir obediencia. Lo demás es ruido.