Por Jose Díaz
La industria de la soledad se ha vuelto una pieza importantísima del capitalismo contemporáneo, consiste en la mercantilización sistemática de las necesidades afectivas y relacionales del ser humano, donde el capital transforma la carencia de compañía en un nicho de acumulación. Ya no se trata solo de productos dirigidos a la gente más solitaria, sino de un modelo económico y cultural que fomenta el aislamiento, destruye lazos comunitarios y vuelve mercancía la necesidad de afecto y compañía. Muestra de esto son las plataformas de citas, la inteligencia artificial conversacional, influencers de compañía, aplicaciones de realidad virtual afectiva, servicios de novias o novios por suscripción y streamers que simulan relaciones íntimas.
En los Manuscritos económico-filosóficos, Marx decía que el ser humano es un ser social por naturaleza. Sin embargo, la lógica de la acumulación lo despoja de sus vínculos naturales, lo convierte en sujeto aislado, vulnerable, competitivo, manipulable y obviamente consumista. La alienación no solo está presente en el trabajo, sino también en nuestras relaciones afectivas y comunitarias.
La pandemia de COVID-19 no creó esta industria, pero sí la aceleró. El aislamiento forzado y la virtualización masiva propiciaron simulaciones mediadas por pantallas que hoy permanecen como norma. Surgió la compañía artificial que consiste en chatbots con IA hasta alquiler de amigos o seguimiento de streamers, un nuevo nicho de mercado. En Japón y Corea del Sur ofrecen muñecos y robots “compañeros” con IA para sustituir el cariño humano. Por ejemplo, Hyodol presentó en el Mobile World Congress 2024 muñecos con ChatGPT integrados para acompañar a adultos mayores. Conversan, recuerdan medicación y se monitorean con apps. A pesar de revestirse de empatía sintética, cuestan miles de dólares y se venden como soluciones individuales.
Un estudio de OpenAI y el MIT reveló que quienes pasan más tiempo conversando con chatbots señalan sentir mayor soledad y dependencia emocional. La IA calma la frustración momentánea, pero profundiza el aislamiento. Marx ya describió este fetichismo, señalaba que las relaciones sociales se vuelven cosas enajenadas. Hoy la compañía sintética gana cada vez más espacio, separada de cualquier vínculo humano real.
Twitch y otras redes han convertido al streamer en proveedor de vínculos unilaterales. Millones de jóvenes miran y “conversan” con desconocidos, generando relaciones parasociales. El espectador comparte sus confidencias y paga por atención sin reciprocidad. El streamer cobra por simulaciones de intimidad, mientras la plataforma capta datos y moldea sus deseos. Engels advertía que el capitalismo rompe los lazos comunitarios para crear presas aisladas. Los algoritmos inducen dopamina: suscriptores, likes, notificaciones. Es una ilusión de comunidad; donde había colectivo, ahora hay seguidores.
Las apps de citas reproducen patrones similares (y hasta peores). Tinder, Bumble o Grindr convierten la atracción en un catálogo de perfiles descartables. Según la Fundación Mozilla, sus algoritmos maximizan beneficios antes que afectos auténticos al consumidor. Se paga por matches, reforzando prejuicios sociales. El amor se vuelve la interfaz y el deseo en algoritmo. Cada encuentro es un acto de consumo que por lo general no perdura.
La crisis pospandemia golpeó con especial dureza a los jóvenes. Un 78 % de los adolescentes estadounidenses dicen sentir mayor soledad tras el confinamiento. En Japón hay 2 millones de hikikomori que se recluyen años; Corea del Sur planea pagar a 350 000 jóvenes para que abandonen sus casas. Estos casos extremos muestran cómo la cultura digital ha reemplazado al tejido social.
El mercado responde con más robots y terapias online a escala industrial. BetterHelp y Talkspace venden salud mental empaquetada. En Europa y EE. UU., la soledad ya cuesta miles de millones en salud pública, y las corporaciones compiten por vender “soluciones”.
Stalin dijo que “el individuo pierde sentido fuera de la colectividad”. El Manifiesto Comunista alertaba que la burguesía promueve “emociones individuales” para ocultar la lucha de clases. Streamers que venden afectos, algoritmos que emparejan según el caché social y chatbots que simulan amistades, son nuevas formas de alienación ideológica.
La condena moral a esto es caer en la superficialidad. Hay que entender la industria de la soledad como expresión de una fase avanzada (y de mayor descomposición) del capital y exigir respuestas de raíz. Su combate debe articularse con la defensa de condiciones materiales dignas: trabajo con derechos laborales, educación de calidad, tiempo libre y acceso a espacios culturales, de arte y recreación. Y demás, reconstruir el tejido social desde abajo, en la organización, familia, barrio, comuna, fábrica, aula, etc., priorizando la afectividad y relaciones interpersonales sanas. Solo así evitaremos ser consumidores aislados para convertirnos en actores capaces de vencer la lógica mercantilizadora y volver la compañía como un derecho y un placer comunes.