Los negros de Esmeraldas

Periódico Opción
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Este es una de la historias de autoría de nuestro querido amigo y compañero Francisco Garzón V. ha recopilado en su libro Antes del Olvido, que está próximo a publicarse.

Por Francisco Garzón Valarezo

Es la segunda quincena de septiembre de 1563. Hace 71 años Cristóbal Colón llegó a estas tierras. Los españoles, en nombre de su dios, su avaricia y sus reyes, consolidan su dominación en los pueblos de Sur América. Los territorios y sus riquezas son grandes, pero nada satisface la ambición de los colonialistas.

Hay en Cuba, un aventurero ambicioso e inmoral tirado a sabido llamado Alonso de Illescas. Es traficante de esclavos y se ha enterado de las riquezas de El Dorado. Ha logrado que el gobernador de la isla, Diego de Mazariegos, lo autorice para llevar a vender un grupo de negros en la Ciudad de los Reyes. Así se llamaba en ese tiempo la actual Lima.  

Cuba es el centro del poder español. Los esclavistas hacen sus negocios los domingos en la mañana, en las puertas de las iglesias, después de concluida la santísima misa.

En octubre se equipa la tripulación y los abastos. Cuarenta esclavos encadenados atraviesan a pie el istmo de Panamá. En el Pacífico los espera un barco de vela. El dueño de los cautivos se deleita al imaginarse las ganancias de la venta de los negros. Sabe de buenas fuentes que hay oro por arrobas y piedras preciosas a montones en las tierras que recorrerá. Es sevillano, recién llegado de España, al que han impactado los bailes aborígenes. A los ojos de este europeo, que ha hecho su vida en la hipócrita sociedad española, lo embelesa el recuerdo de las muchachas danzantes que se cubrían con un pedacito de tela y cuyos muslos morenos relucían a la luz de las fogatas.

Ahora navegan frente a las costas del territorio bautizado hace poco por el español Gonzalo Jiménez de Quezada, como Reino de Nueva Granada. Con el paso de los años se llamará Colombia. Por estas tierras, en la ciudad de Muzo, se han encontrado varias minas de esmeraldas. Para aquellos hombres, el solo escuchar el nombre de esas piedras, les alborotaba la codicia. Las esmeraldas eran más apreciadas que el diamante y le atribuían virtudes mágicas como esa de estimular la fertilidad de las mujeres.

Alonso de Illescas se ponía aguado de envidia deseando igualar a Jiménez de Quezada.

Illescas es de pocos alcances, pero está convencido de lo contrario. Quiere ser rico de forma urgente. Tal vez por eso da oídos al comentario que se ha regado en la tripulación de que muy cerca, un poco más al sur de donde navegan, hay un río en el que se pueden recoger las más grandes esmeraldas. Planea ideas arteras para que las piedras no entren al reparto con el gobernador de Cuba ni con la corona, tal como se sospecha lo hace Jiménez de Quezada. Después de maquinar un plan arriesgado, ordena poner proa rumbo a la costa.

En tierra, la belleza de las playas lo llena de júbilo. Han saltado pocos españoles y 23 esclavos que se encargarán de recorrer el río en busca de las gemas. Las altas palmeras lucen su esplendor, animadas por la luz de la tarde. En el suelo hay unos cocos viejos con la estopa reseca. El negrero se siente alegre y decide entregar su espada a uno de los esclavos para que corte la corteza del coco y se lo sirva en su recipiente natural. Es su negro de confianza, tiene 25 años. Lo ha bautizado con su mismo nombre: Alonso de Illescas. Era la costumbre de esos tiempos.

La mente del esclavo comienza a trabajar veloz. Lanza miradas de complot a sus compañeros que captan la intención.

El agua fresca del coco es consumida con avidez por los españoles que la sienten mucho más sabrosa que el agua de los cocos cubanos, llegando a la conjetura de que es más deliciosa que el mejor de los vinos europeos. Deciden que deben probar los cocos tiernos y mandan al mismo negro que suba a la palma. Tomaban la bebida y comían la pulpa dulce y suave.

El hombre que está en lo alto del cocotero mira el horizonte tierra adentro. Selva infinita. Miles de árboles bajo el sol de la tarde en una extensión que cubría todo lo que abarcaba su mirada. A lo lejos, en medio de la verde espesura, se veían bajar de las montañas las cintas brillantes de los ríos. En algunos sitios flotaba la niebla. Pero el esclavo queda conmovido cuando descubre, cerca de donde se estaba, un árbol especial. Es un corpulento ceibo que representa, en su biblia, a la deidad de la guerra: Changó. Es uno de los tantos dioses que han acompañado a los esclavos desde África, y que, según sus evangelios, se ha convertido en árbol de ceibo para despistar a los blancos. En esa visión cree ver una revelación de sus dioses y la interpreta como un llamado a guerrear, a luchar por su liberación y empieza a atar cabos sobre los últimos sucesos. La comida ha sido abundante, han tenido libertad para moverse y los españoles les frotan aceite de palma en la piel. Lejos estaba el negro de interpretar el porqué de tan amables tratos tomando en cuenta el espantoso viaje desde África. No imaginaba el africano que aquellas cortesías eran para que ganen peso y venderlos a mejor precio y que el aceite en sus pieles cumplía la función de disimular las llagas. Pero el esclavo interpretó las cosas a su manera, como una protección de sus dioses.

Cuando bajaba por el áspero tronco de la palma, el negro inició una tonada triste, que era en realidad un encubierto canto de guerra que no entendían los españoles.

Los blancos no sospechaban que algunas de sus esposas pronto serían viudas. Pocos lograron escapar de la masacre, entre ellos, Alonso de Illescas.

En Cuba, justificaría su disparate mintiendo que encalló en unas rocas. Tuvo que regresar a Sevilla como el más grandioso de los cojudos, sin oro, sin plata, sin esmeraldas, sin esclavos, sin navío. Colmado solo de su vergüenza y miseria. 335 años después, en 1898, España se comió una humillación igual cuando fue obligada a firmar el Tratado de París, donde cedió “todos sus derechos” sobre la isla de Cuba en beneficio de los EE. UU.

Río arriba se internaron los alzados ahora libres. Venían de lo que hoy es Nigeria, llamada entonces Calabar. Eran negros altotes, fuertes, ágiles, de ojazos vivos y saltarines. Han contado los viejos que el líder se llamaba Antón, nombre que le pusieron los que quisieron ser sus dueños.

Recorrería Antón las riberas de los ríos e iría viendo el aspecto parecido al de su tierra. Tratarían de esquivar a los nativos belicosos. Los negros son pocos, 17 varones y 6 mujeres, pero cuando sea del caso los enfrentarán y los vencerán valiéndose de sus espadas y arcabuces. En otros momentos pactarán con ellos.

La selva es vasta, plagada de árboles inmensos, fruto de la humedad del clima.

Con el paso de los días, Antón reconoce un golpe de suerte. Los orishas que los acompañan desde África no los han abandonado. Su dios de la guerra, Changó, el árbol jamás derribado por un huracán, se les presenta a cada paso. Deciden quedarse ahí. Consultan con sus divinidades y la respuesta es afirmativa. El entorno es inmejorable: cacería, tierras fecundas, pesca abundante, ríos.

Esta es la base ancestral que dio origen al pueblo negro de Esmeraldas. El pueblo número uno que quiso ser libre de la esclavitud en América. Los que en verdad dieron el primer grito de independencia. Sus descendientes recibirían la disposición rebelde de los bravos fundadores.

De esta estirpe proviene don Esteban Hurtado y doña Pastora González, padres de Jaime Hurtado González. El querido, el respetado. El rebelde odiado por los nuevos esclavizadores y colonizadores de los pueblos del Ecuador. El gran orador marxista asesinado por una conjura nefasta de la mafia, el imperialismo y el poder político ecuatoriano.

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