Ni económicos, ni urgentes

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Por Annabell Guerrero Pita

En los últimos días, gracias a las audiencias realizadas en el marco de las demandas de inconstitucionalidad presentadas contra las leyes de iniciativa presidencial con carácter de económico urgente, ha quedado en evidencia que dichas normas ni son económicas, ni son urgentes.

La defensa técnica tanto del Legislativo como del Ejecutivo fue incapaz de justificar la vulneración del principio de unidad de materia y la ausencia de conexidad lógica en estos proyectos. En relación con la denominada Ley Orgánica de Solidaridad, los argumentos resultaron débiles frente a la discrecionalidad y vaguedad del concepto de conflicto armado interno o la figura del indulto diferido para miembros de la Fuerza Pública y las consecuencias jurídicas que ello acarrearía: graves vulneraciones a los derechos humanos e impunidad absoluta.

En el caso de la Ley de Integridad Pública, norma que suma 27 demandas de inconstitucionalidad, los jueces y juezas constitucionales cuestionaron directamente la relación entre temas como la contratación pública y reformas al régimen penal de adolescentes infractores, o incluso modificaciones al sistema judicial. Las respuestas ofrecidas fueron insuficientes y carentes de rigor técnico; tanto así que, incluso, los más férreos defensores de estos proyectos han puesto en duda la calidad de la defensa jurídica del oficialismo.

También se constató que se vulneró el procedimiento parlamentario al introducir cambios durante el segundo debate sin observar lo dispuesto en el artículo 62 de la Ley Orgánica de la Función Legislativa, que exige que la o el ponente solicite la suspensión del punto del orden del día para que la comisión analice y apruebe la incorporación de las modificaciones propuestas. Ante la pregunta de una de las juezas, un estrepitoso silencio fue la única respuesta, confirmando que no hay forma de defender lo indefendible.

A ello se suma la evidente falta de deliberación democrática. En las comisiones legislativas se escuchó únicamente a voces afines al oficialismo, dejando de lado a servidores públicos, gremios, adolescentes, defensores de derechos humanos y, en general, a los actores directamente afectados por estas normas abiertamente inconstitucionales y anticonvencionales.

Todo esto ocurre en un contexto de presión política hacia la Corte Constitucional: una campaña de desprestigio que incluyó una marcha, vallas con los rostros de los magistrados y magistradas y un discurso de estigmatización. Sin embargo, al país le ha quedado claro que el espacio legítimo para el debate y la argumentación al que el Ejecutivo debe acudir son las audiencias públicas y allí ha perdido total legitimidad.

Es estas audiencias ya no vimos a ministros y ministras disfrazados de “G.I. Joe”, acompañados de policías y funcionarios públicos utilizados como relleno, con discursos vacíos de menos de tres minutos, en los que se intentaba responsabilizar a la Corte Constitucional del fracaso en la lucha contra el crimen organizado.

Resulta indispensable señalar que, además de no aportar en gran medida a la mejora de las condiciones de vida de las y los ecuatorianos, estas leyes incluyen disposiciones que podrían favorecer, ya sea de manera directa o indirecta, los negocios del grupo económico del propio presidente de la República. Ejemplos sobran: la condonación de deudas a través del Servicio de Rentas Internas, la desregulación de áreas naturales protegidas, entre otros.

Genera profunda preocupación la norma ya aprobada que busca ejercer un mayor control sobre las organizaciones sociales y, más recientemente, el proyecto de Fortalecimiento Crediticio, que podría permitir el uso discrecional de los fondos del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social.

Frente a todo esto, se requiere de un gran proceso de unidad que nos permita detener los retrocesos en materia de libertades y garantías que estas leyes nos traen. Permitir que se erosione el marco constitucional significa abrir la puerta a un escenario donde la arbitrariedad sustituya al derecho, la impunidad al acceso a la justicia y el interés privado o corporativista al bien común.

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