Por Eduardo Gudynas.
SER.PE
Eduardo Gudynas: Investigador en el Centro Latinoamericano de Ecología Social (CLAES) de Uruguay. Sus áreas de trabajo son las alternativas al desarrollo, especialmente el análisis de las estrategias de desarrollo de gobiernos sudamericanos, sus impactos sociales y ambientales.
Las polémicas sobre la minería de oro en Perú están siempre presentes. Es como si nunca terminaran de resolverse. En las últimas semanas retornó una de las más viejas y repetidas defensas de la megaminería de oro insistiendo que es posible llevarla adelante preservando el agua. Un nuevo intento para revertir una de las más duras críticas y evidencias sobre los impactos negativos de ese tipo de minería, y sus efectos sobre las cuencas hidrográficas. Se sueña con un matrimonio armonioso entre las explotaciones a tajo abierto y la conservación del agua, la agricultura, ganadería y hasta la reforestación.
Una defensa de ese tipo para la megaminería de oro en Cajamarca fue presentada por el político Fernando Cilloniz, bajo la imagen de “agua sí” y “oro también”. Algunos de sus argumentos ya fueron respondidos por Mirtha Vásquez. En este caso deseo ofrecer otra mirada que permite concluir que aquella imagen ya no tiene sustento en tanto no tiene sentido continuar extrayendo oro. La metáfora correcta sería “agua sí porque el oro es innecesario”.
Me explico: la demanda actual de oro está concentrada en dos usos claramente superfluos e innecesarios. Aproximadamente el 50% está destinado a la joyería, y se lo consume sobre todo en China, India y otros países del Medio Oriente y Asia. Un poco menos del 40% se lo utiliza en el sector financiero, para acuñar lingotes o monedas por ejemplo. Este sirve para la acumulación de muchos países, sea en sus propios bancos centrales como en otros sitios, o por particulares que lo acopian como resguardo financiero. Solamente alrededor del 10% tiene usos industriales.
Insisto en estos indicadores porque sirven para desmontar el repetido señalamiento de la necesidad de ese mineral para sostener la industria, la vida moderna o metáforas similares. Los que se oponen a esos extractivismos nos llevarían a la Edad de Piedra es lo que agregan los defensores del oro.
Pero la realidad es muy distinta. Puede afirmarse que en números redondos, casi el 90% del mercado internacional del oro radica en usos superfluos, suntuarios y banales. No tienen nada que ver con las demandas más necesarias en la industria o la medicina. En lugar de eso, se extrae el oro desde países como Perú para que algunos puedan comprar enormes aretes en China, o que otros acopien monedas en sus cofres. Dicho de otro modo, se está poniendo por delante los deseos de consumismo de señoras chinas que están dispuestas a gastar mucho dinero en esas joyas por sobre las necesidades de calidad en salud y ambiente de las comunidades andinas. Esto es sistemáticamente ignorado, ya que sería muy embarazoso que un político local defienda unos enclaves mineros para satisfacer la exhibición de la opulencia del otro lado del planeta.
Por si fuera poco, no tiene sentido seguir sacando oro del suelo, ya que con todo el mineral extraído se pueden atender todas las necesidades legítimas como son las industriales. Se estima que ya están “arriba del suelo” casi cuatro veces el volumen de oro que aún permanece “bajo suelo”. En efecto, se calcula que se han removido casi 200 mil toneladas de oro (dos tercios de ese total se deben a operaciones realizadas desde 1950), mientras que siguen enterradas en el subsuelo unas 54 mil toneladas.
Todo ese enorme volumen de oro que está allí afuera permite que pueda ser recuperado, reciclado o reutilizado para todas las demandas de usos industriales, médicos, etc. Entonces, incluso enarbolando la bandera de la modernización industrial, queda claro que los estilos de vida contemporáneos pueden continuar sin sobresaltos con todo el oro que ya se ha removido. Es más inteligente dedicarse a su reutilización y reciclaje.
Inmediatamente surge la pregunta de por qué no está ocurriendo eso en este momento. Y la respuesta es simple: la culpa la tienen políticas mineras al estilo peruano que se repiten en varios países. Ellas hacen que el precio de mercado del oro sea comparativamente más bajo al costo de los reciclajes y recuperaciones, y es tan barato porque ese valor económico no incorpora los daños sociales y ambientales. Si se sumaran al precio de la onza de oro los costos como los que demandarían asegurar el agua potable, rellenar y reforestar los tajos abiertos o limpiar los pasivos abandonados, estaríamos ante valores de mercado altísimos. En cambio, con ese “oro barato” siempre es más ventajoso seguir extrayendo en países del sur, como Perú o Sudáfrica, ya que la carga del deterioro en la salud, en la calidad de suelos y aguas, o la pérdida de biodiversidad, quedan en esas naciones, se “pagan” allí. Dicho de otro modo, las señoras y señores en China o la India pueden comprar oro del sur, porque ellos no pagan por sus impactos sociales y ambientales.
Tener presente estas particularidades es urgente. Es que actualmente se minan de 2.5 a 3 mil toneladas por año, y a ese ritmo el propio sector empresarial vaticina que hacia 2035-2050 se agotarán los depósitos accesibles o cuya extracción es económica o tecnológicamente posible. Esto no quiere decir que se agotará el oro, sino que otros yacimientos resultan inaccesibles o su concentración es tan baja que ya no es viable extraerlo. Por lo tanto se insiste en un sector destinado a desaparecer en unos años, mientras que los pasivos ambientales que deja estarán allí por décadas.
Una política nacional más inteligente es comenzar a prepararse para esa etapa postminera. En lugar de invertir en un sector moribundo y que genera impactos y conflictos, los recursos del Estado deberían enfocarse en aquellos rubros que los pueden reemplazar, y en especial aquellos que demanden menos insumos en energía y agua, pero más empleo humano, y produzcan bienes realmente necesarios.