Por Ricardo Naranjo*
En estos días se ha vuelto viral el vídeo de un docente que, con tijera en mano, corta el cabello a unos estudiantes, mientras se encolumnan con la cabeza agachada, en un colegio de la provincia de Cotopaxi. Aunque el suceso no es tan reciente, la difusión del vídeo hizo que las autoridades inicien un proceso contra el profesor. Lo complejo del caso, por un lado, es que se ha suscitado un debate y, no en pocos casos, la opinión gira a favor del accionar del docente. Hace algunos años, algo similar se produjo, cuando un inspector de un prestigioso colegio de la capital, «educaba» a correazos a sus estudiantes.
Según el Código Orgánico de la Niñez y Adolescencia (Art. 67), cualquier acto que atente a la integridad de un menor, constituye maltrato y, si este se produce por conocimiento, aprobación o negligencia de una autoridad, constituye un «maltrato institucional». Esto nos lleva a reflexionar sobre un hecho: Más allá de la responsabilidad innegable del profesor (que termina siendo el único sancionado), este y otros actos similares se produce en un ambiente escolar determinado y este ambiente es resultado de un modelo educativo violento, en el que las políticas se trazan de manera vertical, de «arriba hacia abajo» y el peso principal recae en docentes y estudiantes, quiénes están expuestos a mecanismos de coerción y medidas punitivas, dónde se reproduce la violencia que se origina en las autoridades estatales.
Otro elemento para el debate, es el modelo educativo que prima en el Ecuador y, pese a los anuncios oficiales y ciertas excepciones, es un modelo tradicional, con un enfoque adultocéntrico y autoritario; en dónde, mientras más pasivo y acrítico sea el estudiante, es mejor; mientras más memorístico y teorético sea el aprendizaje, mejor. Así, con tal de cumplir los planes, poco importa el factor humano. Y en ese enfoque conductual arcaico, en el que prima el condicionamiento operante, ligando la moral a una nota o un castigo; conceptos como de «identidad», «estética», son impensables, sobre todo si vienen de unos «guambras desadaptados y potenciales delincuentes».
Lastimosamente, esta conducta que tiende a la sumisión, al «respeta a tus mayores» al «guambra carcoso», «vos que sabes», «por Dios, profe, dele duro, yo le autorizo», silenciosamente, se ha desarrollado durante siglos, entre las clases dominadas, por acción y para beneficio de los poderosos; y en los últimos años se ha reforzado con gobiernos autoritarios y «mesiánicos» que a la par que se autocoronan como los «interlocutores del pueblo», denostando contra la organización y las expresiones de disidencia, ya sea política, cultural o estética; refuerzan sistemas de control y manipulación masiva con ideas, leyes y armas.
Un elemento final: El de la libertad estética. Eso que suena a «novelería», pero que, por separado, representa dos de los grandes ideales y batallas de la humanidad: La primera (la libertad), que ha sido tan manoseada y calumniada, que llevó más de quince siglos, mil imperios y unas cuántas cabezas de reyes guillotinadas, para plantearse como un «derecho universal» y que, sin embargo, sigue siendo un espejismo para la mayoría de la gente. La segunda (la estética), que es una parte de la moral, que tiene que ver con los gustos, con el placer y la identidad; que es histórica y relativa, que siempre ha generado choques entre generaciones. Entonces, concluiríamos que la libertad estética no es otra cosa que la posibilidad y el derecho de decidir cómo diablos me gusta vestir, peinarme, qué expresiones artísticas me gustan y cuáles no, ¡Nada del otro mundo!
Y, es que, mientras aquí sobrevive la idea medieval de los uniformes, el pelo corto, las faldas bajo las rodillas; las nuevas generaciones (cómo siempre ha ocurrido), encuentran en la vestimenta un mecanismo de construir identidad individual y colectiva, de negación del pasado y hasta de irreverencia y protesta. Sin negar que la industria de la moda viene aprovechándose de esto desde los albores del capitalismo y que, también se generan formas de condicionamiento social con esto, no es menos cierto que la base del criterio estético de lo uniformado, pelo corto, falda «de monja» y cabeza gacha, tienen explicaciones caducas e históricamente superadas en muchas partes.
Por ello, la defensa de la libertad estética es, también, parte de una pelea por superar anacronismos, por la forja de una personalidad independiente, con sentido crítico, con opinión propia. Al punto que hasta ha sido reconocida en la Constitución del 2008 (Art. 21), ha tenido resoluciones judiciales favorables como la del caso de una estudiante de Ambato a quién las autoridades le negaron la educación por el color de pelo y, tras el pronunciamiento del Consejo de Protección Cantonal, tuvieron que pedir disculpas y aplicar medidas de reparación. En Colombia, este debate llegó hasta la Corte Constitucional que, tras muchos debates llegó a concluir que «Las instituciones educativas no pueden restringir peinados, vestimenta o accesorios de los estudiantes».
Razón tienen muchos jóvenes que dicen que «hay muchos ladrones de cuello blanco bien vestidos y bien peinados» o que «Uno aprende con el cerebro, no con el peinado ni la ropa». Y, esto es cierto, cómo es cierto que, en términos generales, se debe avanzar, desde la comunidad educativa, por la construcción de un nuevo modelo educativo, democrático, científico, crítico, que nos permita educarnos para la transformación social, para superar este sistema violento, opresor y explotador que nos mira cómo peones y busca tenernos uniformados y sumisos.
*Presidente nacional de la Juventud Revolucionaria del Ecuador