Ricardo Torres Gavela
Al leer el contenido de los dos cuadernos: Huayrapashungu (Corazón de viento) cuentos y la Novela, La reina del silencio escritos por José Villarroel, donde ha ido dibujado detalladamente, los relatos de lo transcurrido por su camino desde cuando se describe como pata llucha, hasta cuando fuera caballero de bota de caña y gabán cuya cauda roza el empeine. Me figuro la existencia, en el contexto general, de un mundo testimonial ornamentado de extracciones oníricas del túnel de la conciencia, en el paisaje tétrico de una época de psicosis colectiva, en el que la población temía por su permanencia en la vida debido al ataque del minúsculo, microscópico y voraz Sars Cov 2.
En la circunstancia de ese discontinuo bullicio interrumpido en los pueblos y ciudades desérticas del momento planetario, es que José Villarroe Yanchapaxil emprendió esta navegación narrativa de cuarenta y ocho relatos “aunque más no sea para espantar a la muerte o para abrazarla…”, como él lo afirma al inicio del primer cuaderno.
Durante el obligado encierro la afasia pálida de las paredes, el mutismo de las habitaciones, el olvido de calles y avenidas se posesionaron del mundo; en aquel silencio chillón de los aparatos electro magnéticos digitales convertidos en amable compañía, en ese panorama intimista, van apareciendo, en lento desfile, en la contusión del encierro, las vueltas en círculo sobre el mismo espacio, el pensamiento acelerado por la duda, se construyeron los relatos entre los silencios de las reinas amadas, las voluptuosidades de las noches citadinas, el regreso a la casa paterna y los amigos de adolescencia.
Se suscitan en las páginas de dichos cuadernos, paralelismos de lo tangible perdido, lejano cronológicamente, y de la permanencia del espacio presente, del retorno al pasado representado en la pantalla cúbica del habitáculo. Los relatos son, indudablemente, peldaños vivenciales de una escalera convergente que da cuenta del recorrido de eventualidades que lo han atravesado hasta llegar a la cúspide de una última razón, enfrentada a la sinrazón, que es el reflejo del sujeto mismo frente a la obscuridad del subconsciente; su soma versus su psiquis; su deseo de permanencia contra su aspiración frustrada de la aspiración quizás, a no haber sido.
La prosa de Villarroel Yanchapaxi va conectada con diferentes hilos temporales de su propio mundo, mundo al cual no puede adjudicar exclusividad porque se mezcla con otros mundos en la irremediable voluta de la vida, en la sirena intermitente de los recuerdos que asaltan a la soledad del aislado, que lo atan al dédalo de sus sueños surgidos de la vigilia, a instantes repetidos, a instantes cual si fueran ellos su única realidad entre sus manos.
Las dos obras dan la impresión de haber sido concebidos como un libro unitario. Un texto de cuentos compuesto de numerosos relatos en los cuales el sueño es el testigo infalible que se expresa en un lenguaje sometido a intimidades, en imágenes sensuales, en escenas en las que abundan detalles descriptibles de reencuentros cotidianos, pero fortuitos con, por ejemplo “…una dama, y más si es ya una ex dama.” Es lo fortuito de un hallazgo no soñado pero manifiesto porque emana del azar de un final encontrado en una página cualquiera de Las Flores del Mal.
La narración despeja una concepción realista del testimonio adornada con dulzores de tono picaresco, con un modo expresivo coloquial bastante fluido para quienes entendemos lo auténtico del lenguaje local que impregnan los lugares: “¡Váyase para adentro guambra guaricha!”. Adornado con raíces de la lengua aprendida del sincretismo léxico, proporcionando riqueza y musicalidad a la dicción.
El narrador-autor nos muestra algunos personajes, femeninos la mayoría, tipos y ambientes propios envueltos, en ocasiones, en estampas costumbristas con un halo de ternura y poetización adolescente, como en el relato Primer beso: “Se sacó las gafas lentamente como si fuera un rito sagrado, mientras sus lágrimas resbalaban silenciosas.”
Testimonios directos de alguna decepción cruel, caminando de espaldas, buscando los lazos abandonados, entrenando maromas para desatar otros nudos. La narración fluye hasta el símbolo tótem en el Rito en los Andes, solemne imagen grupal de la que el autor se apropia para describir sus diferentes posibilidades que el mundo del amor y la libido le puedan ofrecer: Cristina, la Guambra mal educada, La innombrable, La Jackie, La Majito, La Napolitana o la Reina del Silencio, pudiéndose inter-textualizar con los relatos del escritor cusqueño Mario Guevara Paredes en su conocida obra Cazador de gringas.
El relato, La maestra Lola, aparentemente inocuo, inocente y cándido, narrado con la simpleza de un cuento infantil, esconde un deseo psicosexual reprimido de infancia guardado en el subconsciente, que aflora en la soledad de su escritura alrededor de las paredes del cuarto: “Le agarré del brazo y nos fuimos a sentar en una banca del parque.” La profesora es agarrada por él, satisfaciendo su deseo infantil. En el trasfondo parece emerger el influjo del abandono del progenitor y el desprendimiento precoz del cajón uterino; la maestra Lola es la representación de su madre, es el Cuento cruel sin final feliz. Hecho cumplido.
En concomitancia con lo onírico, la voz narrativa devela otro realismo, esa imitación de la realidad que abre el cuaderno de la Reina del Silencio, en cuyas páginas surge una figura importante que se podría conjeturar es la imagen de su mentor, la figura paterna mencionada en estandarte al inicio del cuaderno Huayrapashungo, los prolongados diálogos con el Parcero Alexei, el Mc Longo a quien el autor homenajeó en el número 329 del Quincenario Opción.
Realismo de enumeración detallada, de naturalista urbano, en el que se percibe el vaho del tiempo impregnado en la memorización de los asiduos al bar de Doña Blanquita, el Aula Magna, las gentes del entonces Quito revoltoso que llegaban a beber “agua loca”, las desilusiones de haber chanceado con los que se dijeron ser los revolucionarios del nuevo siglo y que se han sellado en el desencanto, por ello la necesidad de “rescribir estas anti desmemorias”.
Relatos escritos con el corazón palpitante, ante el espejo autobiográfico. La evidencia fotográfica del relato La casa del abuelo traspasa el umbral de lo arquitectónico y del sentido analítico sociológico, y se anexa con la magia del Ande; sobre los tumbados de carrizo, a momentos mágicos y espiritualistas, de carácter surrealista, se presentan e intervienen personajes reales y ficticios que muestran ángulos del oficio premonitorio, de la tradición nosográfica nativa, del poder sanador de sus íntimos.
El ritmo narrativo de la obra en su conjunto permite un avance constante de las acciones que presenta el narrador, en cuadros, en escenas e instantes temporales, que impresionan como el hecho familiar de abrir un álbum fotográfico personal; en general, dispone de una estructura lógica que provoca un interés constante en la lectura. Los planos homogéneos de significación en la narración autobiográfica determinan su universo conceptual en los relatos, como se puede captar en la secuencia temporal que va desde el relato La casa del abuelo hasta En la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, que abren el telón al icónico relato La Reina del Silencio.
En el plano lingüístico utiliza con naturalidad la jerga coloquial, que une figuras de dicción popular de usanza en la “coba” o slang nacional y sudamericano, así como anglicismos de significante tecnológico variado dentro del contexto de la narrativa enriqueciendo su construcción sintáctica.
En concreto, el autor en estos relatos nos dice expresamente lo que sus personajes, incluyendo el narrador, sienten o dejan de sentir, ven, han visto o dejan de ver. Es, en fin, la manifestación literaria de lo soñado en el diván del tiempo.