9 de Mayo de 1945: Cuando el sol nació rojo sobre Berlín

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Por Jorge Cabrera

Hubo un tiempo en que Europa entera se estremecía bajo la sombra acerada del fascismo. Las botas del horror marcaban el paso de la muerte, y la bestia nazi —La burguesía más degenerada, con el rostro deformado del fascismo, se alzó como un espectro de muerte, proclamando el fin de la historia, la superioridad del amo y el silencio eterno para el esclavo. —  En ese oscuro abismo, cuando la esperanza parecía enterrada bajo los escombros de Guernica, Varsovia y Kiev, esa bota ensangrentada avanzaba como un fuego impío, devorando pueblos, hiriendo la dignidad humana, encadenando la libertad bajo el yugo del odio racial y la dominación imperial.  Fue entonces, en ese instante sombrío de la historia, cuando un pueblo resurgió desde las entrañas mismas del dolor y la esperanza: el pueblo soviético, armado de acero, fe revolucionaria y la guía inquebrantable del Partido Comunista Bolchevique.

No fue una guerra más. Fue la guerra de la humanidad contra la barbarie, de los obreros contra los verdugos, del socialismo contra la hidra del capital en su forma más monstruosa. Y fue entonces, en medio del fragor de las balas y el clamor de los pueblos, cuando desde la tierra generosa de la Unión Soviética, cuna de la Revolución de Octubre, se alzó una muralla de dignidad ante el vendaval de la barbarie. El Ejército Rojo, en cuyos corazones latía el ideal de Marx, Engels y Lenin, no fue simplemente una fuerza militar: fue la carne y el alma del proletariado mundial en armas. Fue en esos días de fuego y ceniza donde brilló como faro en la tormenta la figura titánica del camarada Stalin, comandante supremo de la dignidad proletaria, estadista del acero y arquitecto de la victoria. Bajo su dirección, la URSS no solo resistió, sino que preparó con paciencia histórica la arremetida final contra la bestia fascista.

Desde los valles helados hasta las estepas ardientes, la Unión Soviética fue más que un país: fue una fortaleza, una madre herida pero imbatible. Stalin, ese gigante del pensamiento marxista-leninista, no dudó en hacer lo necesario para garantizar la supervivencia del socialismo: limpió con firmeza las filas del Ejército Rojo de los saboteadores y quintacolumnistas; trasladó fábricas enteras a la retaguardia con una genialidad logística que asombraría al mundo; con visión de titán y precisión de ajedrecista convirtió el acero en escudo, el trabajo en arma, la organización en victoria. Delegó en los más capaces, en los comunistas más fieles al pueblo y a la causa, forjados en el crisol de la lucha de clases responsabilidades en todos los frentes. forjando una maquinaria de guerra cuya esencia no era la destrucción, sino la liberación. La patria del socialismo, aún bañada en sangre y lágrimas, resistió con dignidad y avanzó con la convicción de que detrás del sufrimiento brillaría, inevitable, el sol de la victoria.

La sangre soviética, derramada en torrentes sobre los campos de batalla, no fue en vano. Más de 25 millones de almas cayeron bajo el fuego fascista. Pero su sacrificio fue la semilla de la victoria. Desde la resistencia heroica de Moscú, pasando por la epopeya sin igual de Stalingrado —donde el ejército de Hitler, comandado por el arrogante Paulus, fue rodeado, vencido, humillado— hasta la ofensiva final en Berlín, donde la bandera roja, esa antorcha de los explotados, flameó sobre las ruinas del Reichstag, la historia se escribió con letras de fuego y dignidad.

Y no estaban solos. Las brigadas internacionalistas, hijos de mil banderas y una sola esperanza, lucharon codo a codo con el Ejército Rojo. Guerrilleros, patriotas, partisanos, campesinos, obreros armados de coraje y convicción, combatieron en cada rincón de Europa, desde Yugoslavia hasta Francia, desde Grecia y los Balcanes hasta Albania. Fue una victoria de los pueblos, una victoria del internacionalismo proletario.

Desde esta tierra ecuatoriana, humilde y combativa, saludamos aquella hazaña inmortal. Nosotros, hijos de la dignidad obrera, reconocemos en el ejemplo del Partido Comunista de la Unión Soviética, dirigido con mano firme por Stalin, la línea correcta del marxismo-leninismo. No como dogma, sino como guía viva para la acción revolucionaria. Porque solo un partido de clase, como lo fue el bolchevique, pudo preparar y dirigir tal gesta.

Hoy, sin embargo, vemos con indignación cómo ciertas élites rusas —conservadoras, nacionalistas, herederas de la restauración capitalista— pretenden secuestrar esta fecha sagrada. El 9 de mayo, Día de la Victoria, no les pertenece. No les corresponde. No fueron los oligarcas de hoy quienes derrotaron al fascismo. Fueron los obreros soviéticos. Fueron los comunistas. Fue el pueblo armado de conciencia y dirección revolucionaria quien liberó a Europa del abismo.

Por eso, denunciamos toda tentativa de lavar con esta efeméride la cara sucia del imperialismo ruso actual. El legado de la Gran Guerra Patriótica no puede ser instrumento de propaganda de quienes persiguen comunistas, bombardean pueblos, y pactan con las potencias del capital. ¡No en nuestro nombre! ¡No en el nombre de quienes cayeron en Kursk, Stalingrado, Leningrado, Budapest y Praga!

La llama de Stalingrado no se apaga. La sangre derramada por los pueblos soviéticos sigue viva en la memoria de los oprimidos. Y así como ayer la hoz y el martillo fueron el símbolo de la esperanza, hoy siguen siendo estandarte de lucha y de futuro. Los verdaderos herederos de esa victoria no están en los palacios, sino en las fábricas, en los campos, en las calles donde la resistencia aún canta. Son los trabajadores del mundo, la clase obrera organizada, los comunistas firmes, los pueblos libres que no se arrodillan.

¡Honor eterno al Ejército Rojo!

¡Gloria inmortal al pueblo soviético!

¡Viva el legado del camarada Stalin y el Partido Bolchevique!

¡El fascismo fue derrotado, y volverá a serlo donde levante cabeza!

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