Por Alfonso Torrecilla / España
La segunda llegada de Trump a la Casa Blanca representa la confirmación de una tendencia dentro del imperialismo en la actual etapa de crisis generalizada. En esta nueva etapa, las clases populares en general y el proletariado en particular se enfrentan a nuevas condiciones de explotación y miseria inéditas hasta la fecha, lo que nos obliga a replantear nuestra acción y nuestros objetivos en la lucha de clases.
El imperialismo lleva casi veinte años tratando inútilmente de resurgir de los escombros de la monstruosa crisis económica iniciada en 2008. Los mecanismos económicos tradicionales aún no han sido capaces de reactivar los ciclos de acumulación de plusvalía en favor de la burguesía —principalmente a consecuencia de la crisis de sobreproducción desencadenada— lo que la empuja a explorar nuevas formas de gestión política, sustituyendo las apariencias democráticas del parlamentarismo burgués —siempre condicionado a la tutela de la burguesía entre bambalinas— por la gestión empresarial directa, trasladando el sistema del «ordeno y mando» del mundo laboral, donde el poder del empresario es absoluto e incuestionable, a la gestión pública, con un puñado de millonarios ejerciendo ese poder omnímodo.
Este modelo recién asumido por los EEUU, sin embargo, no es nuevo y está más extendido de lo que podría parecer. El capitalismo de Estado chino, sin ir más lejos, es una forma evidente de gestión empresarial del Estado, orientada a la mayor ganancia para la burguesía nacional y sus socios extranjeros; algo que también ha sido práctica habitual en la Rusia capitalista, donde el oligarca Dimitri Medvedev se alterna con Putin en las tareas de Presidente y vicepresidente del país para garantizar los beneficios de las industrias petroleras, gasísticas y armamentísticas. En el caso de la Unión Europea, pese al filtro democrático, la oligarquía gobernante no está muy alejada tampoco de este modelo, con una democracia «delegada» a través de órganos políticos de elección indirecta, donde la actividad de los grupos de presión y «lobbies» empresariales es algo tan habitual como normalizado.
La nueva orientación política yanqui se traduce en una completa remodelación del Estado para eliminar toda concesión a la gestión pública —orientada a los servicios para las masas trabajadoras— y reforzar al mismo tiempo los mecanismos extractivos y de distribución de capitales desde el Estado hacia la burguesía. Como parte de esta nueva orientación, Trump ha anunciado no solo la reactivación de la desastrosa guerra comercial contra China iniciada en su anterior mandato, sino su ampliación a otros posibles competidores como Canadá, México e incluso la Unión Europea, abriendo la puerta a una reacción en cadena de efectos insospechados.
Se trata, en definitiva, de jugar las últimas cartas económicas antes de lanzarse al órdago final: la guerra total, al ser ésta el remedio históricamente más eficaz para el renacimiento del capitalismo tal y como lo hemos conocido hasta hoy, pues con ella elimina gran parte del excedente material acumulado —capital-mercantil inmovilizado o mercancías sin vender— y al mismo tiempo permite redistribuir las zonas de influencia de cada superpotencia capitalista.
En este escenario no cabe hacerse ilusiones en lo que respecta a las perspectivas de futuro para las clases populares en general y para el proletariado en particular. La apuesta «trumpista» pasa por reimplantar el modelo económico del capitalismo proteccionista del siglo XVIII, incluyendo la expansión territorial colonialista —frente al neocolonialismo económico propio del imperialismo de los siglos XIX y XX— como está exponiendo ya claramente respecto a sus pretensiones sobre Groenlandia, el Canal de Panamá e, incluso, la anexión de Canadá, pero también las relaciones sociales propias de esa etapa ya superada.
Ese es el objetivo de fondo de las medidas orientadas al cierre del mercado nacional de mano de obra —el cierre de la frontera sur y la deportación masiva de trabajadores inmigrantes— que, a su vez, implica una importante degradación de las condiciones de vida y trabajo de las clases trabajadoras —trabajadores legales e irregulares por igual—, así como el refuerzo de las posiciones ultraderechistas, racistas y nacionalistas, agrupadas bajo el infame lema «MAGA» (Make America Great Again), expresadas abiertamente en el discurso de investidura de Donald Trump, donde se mencionó constantemente una presunta conspiración internacional para humillar a los EEUU —algo que remite directamente al discurso nacionalsocialista alemán de los años 30— y la necesidad de reconstruir una identidad estadounidense basada en la supremacía económica y militar, presuntamente perdidas.
Este giro reaccionario y retrógrado en la capital del imperialismo occidental no puede dejar de tener efectos en toda su área de influencia. Asistimos al inicio de un periodo de cuestionamiento y destrucción de las certezas y las seguridades colectivas que hasta ahora habían sobrevivido a duras penas: la seguridad del respeto a las leyes internacionales, a las fronteras nacionales, al papel intervencionista del Estado en ayuda de las clases populares, etc. Se trata, en definitiva, del fin del Contrato Social tal y como se estableció al final de la II Guerra Mundial, y del inicio de una nueva etapa de características desconocidas.
En estas condiciones, la clase obrera en general y el proletariado en particular no pueden desentenderse del papel que su situación social les impone. La labor de vigilancia del cumplimiento de lo pactado ya no es suficiente, puesto que lo pactado ya no sigue vigente. Prueba de ello son las multitudinarias manifestaciones y movilizaciones que constantemente recorren las ciudades de todo el mundo, sin respuesta ni resultado alguno —o resultado muy parciales e insatisfactorios, en el mejor de los casos— y, lo que es peor, sin que esa desidia por parte de los gestores públicos tenga respuesta a su vez por parte de los trabajadores ninguneados. El momento de cambio de condiciones impuesto por la burguesía nos exige la organización y la demostración de nuestras propias fuerzas, como paso inicial hacia la defensa y reconquista de nuestras condiciones de vida y trabajo. Si no somos capaces de hacerlo ahora, cuando las reglas del juego se están replanteando, llegaremos al campo de batalla de la lucha de clases sin nada que ofrecer excepto nuestra derrota.
Por el contrario, si las clases populares y trabajadoras, encabezadas por el proletariado más consciente y revolucionario, son capaces de actuar a tiempo, ahora que la burguesía aún no ha implantado todavía esas próximas relaciones sociales, estaremos en condiciones no solo de negociar unas condiciones mínimas de trabajo y de vida dignas, sino también —dependiendo de las fuerzas que seamos capaces de agrupar y organizar— de cuestionar el modo de producción y distribución de la riqueza social. El riesgo de no saber aprovechar el momento es demasiado elevado para nuestra clase como para descuidarlo.
Tomado del Periódico Octubre / PCE ML