Por Francisco Garzón Valarezo
Revivo aquella noche lejana de principios de enero de 1984. Yo había sido escogido para garantizar la protección de los candidatos que participaban en la campaña electoral de ese entonces, entre ellos Jaime Hurtado, aspirante a la presidencia de la república. Terminamos de recorrer la provincia, y el acto de cierre de la gira fue en Machala, en un mitin en la Guayas y Rocafuerte.
Solo los duros hacían concentraciones políticas en ese lugar.
Había mucha gente dispersa en el parque y sus contornos. Los que asistían al mitin escuchaban los discursos como que oían llover, cuando ocurrió algo insólito. La multitud comenzó a caminar a la tribuna. Habían anunciado al candidato presidencial, pero yo no estuve atento y tal vez por eso me asusté. Le pregunté a un grupo de personas lo que pasaba y un señor que parecía campesino me dijo: “Va a hablar el negro Hurtado, ese que habla poco, pero grueso.”
El vozarrón de Jaime tenía acento de guerra. De redención. La potencia de su discurso
congregaba a la masa y la masa le entendía. Aquella gente sabía que las palabras de Jaime eran sus palabras, las que ella no podía pronunciar, y Jaime sabía que el camino de la vida que había recorrido esa multitud, era el mismo camino que él caminaba.
Orador y multitud se entendían.
Él entregaba el ardor de su entusiasmo para conducir al pueblo, les ofrecía la espada de su palabra y el pañuelo de su ternura para secar el sudor de sus grandes dolores. Era su discurso como esos resplandores de luz inmaculada que relucen en el cielo cuando hay tormenta. Explicaba las razones de la miseria y la forma de liberarse. Decía que el cambio no podía venir de las manos de quienes nos habían gobernado por siglos.
Dedicó su vida a la actividad revolucionaria, hasta que lo mataron.
Lo mataron porque era una amenaza para la burguesía, y ella no está dispuesta a tolerar riesgos, ni líderes políticos que le signifiquen peligro. Si Jaime viviera, estaría hoy junto a su pueblo orientándolo, diciendo que Noboa y Correa son parte de la misma cría. Jaime estuviera elevando su voz para demandar atención para las víctimas de la inseguridad, condenando los asesinatos de los niños, de los hombres, de las mujeres.
Pero ya no está. Lo mataron.
Sin embargo, nos dejó su ejemplo; las rosas de su poesía militante; el rocío derramado de su alegría, la fiesta ruidosa de su risa; el fragor de su verbo templado; el puño de acero de su partido, Unidad Popular, que continúa su lucha.
Después de 26 años de tu asesinato, tus brazos largos nos abrazan, Jaime.