Por Isabel Vargas Torres
El fallecimiento de 18 recién nacidos en el Hospital Universitario de Guayaquil ha estremecido la conciencia nacional y evidenciado, una vez más, las fracturas estructurales de un sistema de salud pública debilitado por la desinversión, la precarización laboral y la falta de voluntad política para garantizar derechos fundamentales.
Esta tragedia no es un hecho aislado, sino parte de una cadena de omisiones institucionales que configuran una crisis humanitaria silenciosa. En hospitales de la Amazonía, comunidades enteras han enfrentado pérdidas irreparables por causas similares: ausencia de medicamentos, carencia de equipos básicos y falta de atención especializada. En el Hospital Marco Vinicio Iza de Nueva Loja (Sucumbíos), entre 2020 y 2024, se registraron 138 muertes neonatales, muchas de ellas asociadas a la bacteria Klebsiella pneumoniae. La Asamblea Nacional fiscalizó este caso y, hace más de un año, exhortó al Presidente de la República a declarar la emergencia sanitaria. Sin embargo, la inacción gubernamental ha perpetuado el riesgo y la vulnerabilidad.
Hoy, esa historia se repite en Guayaquil. La escasez de cánulas nasales, antibióticos y oxígeno no puede ser interpretada como una simple falla administrativa: constituye el resultado directo de decisiones políticas que subordinan el derecho a la salud a intereses financieros, privilegiando el pago de la deuda externa por encima de la deuda social.
La reducción de $1.200.000 en el presupuesto general de salud pública es alarmante, pero aún más grave es el recorte en rubros esenciales como alimentación, seguridad y limpieza, que pasaron de $115,8 millones a apenas $37,2 millones, lo que representa una disminución del 67,8%. Esta política de austeridad no solo ha debilitado la capacidad operativa del sistema hospitalario, sino que ha erosionado su institucionalidad: la disminución del personal médico, la precarización de las condiciones laborales y la inestabilidad contractual han fracturado la columna vertebral del sistema sanitario.
Los hospitales, que deberían ser espacios de cuidado y recuperación, se han transformado en escenarios de duelo. Esta situación no es producto del azar, sino de una arquitectura política que desmantela progresivamente los derechos sociales en nombre de la estabilidad macroeconómica.
Cuando el Estado incumple su deber constitucional de proteger la vida —especialmente la de los más vulnerables: recién nacidos, pueblos originarios, barrios populares—, la movilización ciudadana no solo es legítima, sino un imperativo ético.
Por ello, desde diferentes espacios el pueblo demanda a al gobierno del nuevo Ecuador.
• Declarar al sector de la salud pública en emergencia
• Una rendición de cuentas pública, transparente y urgente.
• La apertura de investigaciones independientes que determinen responsabilidades administrativas, técnicas y políticas.
• La reparación integral a las familias afectadas.
• La adopción inmediata de medidas estructurales para garantizar el acceso universal, digno y seguro a la salud.
La memoria de estos niños no puede quedar reducida a cifras ni a comunicados institucionales vacíos. Su partida debe marcar un punto de inflexión en la política pública: reconstruir un sistema de salud pública que garantice el derecho a la vida, sin excepción.
Desde cada rincón del país donde la salud se ha vuelto un privilegio, los pueblos se levantan en unidad con dignidad, por justicia, por la vida, por la verdad, por el país que merecemos.