Por: Andrés Quishpe
En los últimos once años (2011-2022), el ingreso a la educación superior se basó en un sistema de exámenes estandarizados. El primero fue el Examen Nacional de Educación Superior – ENES (prueba aprobada por el gobierno de Correa). Desde ese momento miles de jóvenes se han quedado sin ingresar a la universidad.
Según datos oficiales de la SENESCYT (II Semestre 2012 a II semestre 2019), a escala nacional, han postulado para acceder a un cupo a la educación superior 2’241.732 estudiantes, de los cuales el 3.32% (71.983) corresponde a postulantes de pueblos y nacionalidades indígenas.
A escala nacional, al 53% (1’197.451) de los postulantes se le asignó un cupo; mientras que el 47% (1’044.281) restante, no obtuvo cupo alguno. Respecto a los pueblos y nacionalidades indígenas, al 62% (44.273) de los postulantes se asignó un cupo y al 38% (27.710) restante, no se asignó ninguno. En el proceso del 29 de marzo 2022, en el Test Transformar (examen aprobado por el Gobierno de Lasso), participaron 327.128 postulantes para aproximadamente 122 mil cupos.
Una vez que el Gobierno ha decidido entregar la responsabilidad del sistema de ingreso a la universidad y luego de una década de exámenes estandarizados, es menester preguntarnos ¿De qué ha servido a nuestros jóvenes rendir las pruebas y obtener buenos resultados? Si al final no existen cupos suficientes para todos. Vale esta inquietud bajo los resultados de las evaluaciones “Ser Bachiller”, (examen aprobado durante el gobierno de Moreno), donde se evidenció una mejora general respecto al año anterior. El porcentaje de estudiantes de sostenimiento fiscal que no alcanzaron el mínimo nivel de competencia (insuficiente) se redujo 2.6 puntos porcentuales en el periodo 2017-2018 respecto al periodo 2016-2017, mientras que el porcentaje de estudiantes que alcanzaron un resultado excelente se incrementó en 0.9 puntos porcentuales. Sin embargo, la tónica que siempre marcó la aplicación de las evaluaciones estandarizadas es que los estudiantes de instituciones educativas particulares siempre presentaron mejores resultados, la mitad de sus estudiantes, para las fechas señaladas, alcanzaron el nivel satisfactorio y un 34% el nivel elemental, según INEVAL. Es evidente que, al vivir en una sociedad inequitativa, esto también se refleja en el sistema educativo.
Cada Gobierno, en los últimos años, cambió el nombre del examen. Pero jamás enfrentaron uno de los principales problemas y es el recorte de recursos a la educación. Según el Observatorio del Gasto Publico: “El presupuesto aprobado para las 33 universidades y escuelas politécnicas públicas pasó de USD 867,26 millones en 2019, a USD 798,64 millones en 2020; es decir, sufrió una reducción del 8% en un año (-USD 68,62 millones)”. Pero si revisamos el portal web del Ministerio de Economía y Finanzas, vamos a encontrar que desde el 2011 la Universidad pública es víctima de un recorte sistemático en sus recursos.
Otro tema a enfrentar es el modelo de evaluación vigente ― elaborado e impulsado por INEVAL y avalado por el Ministerio de Educación, SENESCYT― el cual rige en todo nuestro sistema educativo y tiene como característica un enfoque orientado al control, la certificación, la comparación y la clasificación. Han predominado las miradas estadísticas en detrimento de las miradas educativas integrales. Es momento de desarrollar un debate y acuerdo que nos permita alcanzar un salto cualitativo en el enfoque, en la confiabilidad y en los procesos de evaluación. Es preciso recuperar el significado formativo de las evaluaciones, su papel para identificar vacíos y fortalezas, para cuyo efecto se precisan recursos económicos y un nuevo modelo de evaluación, pues los problemas en educación no se solucionan por decreto.