Por Dr. Jorge Villarroel I.
La autoestima es uno de los temas de moda en la psicología actual. A raíz de los estudios de Goleman, Gadner y otros que pusieron en tapete de estudio la vida afectiva como importante componente de la vida psíquica de las personas, las emociones, los sentimientos, la conducta social, .., se han convertido en asuntos de numerosas investigaciones. En los últimos años una lista bastante de grande de estudios y obras abordan el tema de la autoestima como instancia comportamental que puede incidir en el éxito personal de los individuos en cualquier ámbito de sus vidas y hasta en su salud mental. Los expertos sugieren que si se quiere conseguir adultos sanos, equilibrados y exitosos es imprescindible desarrollar la autoestima de los menores en la familia, en la escuela y en los ambientes donde crecen. Para ello, hace falta que padres, maestros y adultos demuestren actitudes de respeto, estímulo y buen concepto de ellos.
Ante estas exigencias es pertinente preguntar: ¿hasta qué punto las instancias sociales de nuestro medio contribuyen a desarrollar la autoestima de los niños y adolescentes? ¿Realmente las acciones de nuestros hogares, las escuelas y las estructuras jurídicas, militares, religiosas, culturales, …, aportan a tal fin?
En el presente ensayo nos proponemos reflexionar sobre una categoría supestructural como es la religión y su incidencia en la autoestima. La pregunta central sería: ¿puede la religión contribuir a potenciar la autoestima de nuestros menores?
Para tratar de formular una respuesta a esta crucial inquietud analicemos una experiencia que en todos los hogares hemos vivido.
Una familiar nuestra anunció que su hija iba a realizar su “Primera Comunión” y que, para el efecto, debía confesar sus “pecados” ante un sacerdote. Por supuesto que para los padres de la niña este natural acontecimiento no les causa casi ninguna reflexión. Pero, la verdad es que tras este ceremonia se encierra todo un cúmulo de concepciones ideológicas, axiológicas y psicológicas que determinan el futuro de las personas que viven en la sociedad occidental. Veamos, en pocas palabras, los efectos de tal decisión.
Pocos podrán negar que la religión judeo-cristiana que domina nuestra sociedad se asienta sobre el concepto de naturaleza mala y pecaminosa del ser humano. Prueba de ello es que el “pecado original” es el primer dogma de la religión cristiana. Como sabemos, según este credo todos los seres humanos nacemos con este estigma heredado de los primeros seres, Adán y Eva por su desobediencia a Dios. A partir de esta macha la religión, con su larga lista de doctrinas y preceptos, concibe al hombre y a la mujeres como seres con evidentes tendencias hacia el pecado, el mal y lo destructivo. Todo la literatura religiosa que hemos asimilado a lo largo de nuestras vidas está profundamente atravesada con la concepción de la maldad innata del hombre. La filosofía implícita y explícita de la religión cristiana considera a los seres humanos como impulsivos, irracionales, agresivos y predispuestos a la inmoralidad. Piensa, por lo tanto, que uno de los principales propósitos de la religión, de la educación familiar, de las escuelas y de la instancias sociales es enseñar a los menores un progresivo control de esos impulsos pecaminosos. Para este control es necesario el temor, el castigo y las represalias. Es decir, después de muchos argumentos teológicos se instala en la mente de los individuos la idea de que el hombre es un ser malo y destructivo y que para corregirlo es imprescindible el castigo de Dios, el infierno y las peores expiaciones.
La Iglesia, como depositaria de la religión, tiene la notable habilidad de alojar en el psiquismo de los sujetos el concepto de la propia maldad. Dios es el gran juez del cielo que nos observa en todo momento, y que tiene el poder para leer nuestras mentes malignas; por lo tanto, es evidente que no podemos estar satisfechos con nosotros mismos. ¿Cómo vamos ha estarlo si los pensamientos malévolos invaden nuestra mente? Y como Dios no puede estar contento con nosotros, ¿cómo vamos a estar contentos con nosotros mismos, ¿cómo va a resultar aceptable para nosotros mismos o para los demás? Las palabras de un joven educado en un colegio confesional son elocuentes: “Hasta el día de hoy, me descubro con serias dudas en cuanto a mi propio valor. A veces me acosa tal niebla de dudas sobre mí mismo, que debo luchar con ella. Siempre sospecho de mis triunfos, admito con demasiada facilidad que nos soy tan inteligente como debería ser, ni tan bueno, ni tan sincero. No estoy a la altura de lo que debería ser, y eso sucede porque ese Dios ha estado observando y conoce la verdad sobre mí”.
Este es el pesado lastre que nos ha dejado una religión cuyos orígenes se remonta al judaísmo. Si el hombre es por naturaleza malo, entonces qué concepto puede tener de sí mismas las personas. ¿Qué se puede esperar de una niña en la cual se instala la idea de que es “pecadora” y que debe declarar sus desvíos. Pocos podrán sostener que una niña de 10 años hay infringido normas morales, pero el dogma religioso así lo sostiene y lo mantendrá a lo largo de su vida. Lo más grave es que estos “sentimientos de culpa” que cargará toda su vida paralizarán los intentos de ser espontánea, creativa y feliz.
La teoría sobre la autoestima sostiene que uno de sus pilares es el autoconcepto. Cuando una persona tiene un concepto aceptable de sí mismo, puede juzgarse como valiosa y con potencialidades, por lo cual habrá logrado una aceptable autoestima. Pero, si no ha logrado esta aceptación entonces lo más seguro es que arrastre por toda su vida la idea de que es malvado e inútil, que no son precisamente atributos que lo lleven a autoestimarse. Con esta actitud es difícil que pueda verse como un ser con infinitas posibilidades.