Por Huáscar Salazar Lohman / Bolivia
Una lectura crítica más allá del polarizado escenario electoral
Este artículo tenía que ser más corto, pero no se pudo. Hablar de lo que está sucediendo en este momento en Bolivia implica tener perspectiva histórica y realizar una lectura con más densidad. Lo que pasa es que los frenéticos y violentos tiempos electorales están marcando los ritmos de la comprensión de lo político, cuando en realidad lo importante es mirar con calma lo que ha pasado, darnos el tiempo para complejizar lo que nos trajo hasta acá. Este es un esfuerzo en ese sentido.
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Ha pasado casi un año desde aquellas elecciones que desembocarían en una de las etapas más oscuras de la historia reciente de Bolivia. Una etapa marcada por una espiral de agresiones, de polarización y mucho ‒pero mucho‒ desconcierto y desasosiego. La política se ha convertido en un devenir incesante y agotador de hechos grotescos, dolorosos y violentos, como parte de una perversa reyerta por el control del gobierno que, de manera inescrupulosa, ha utilizado cuerpos y vidas como recursos de confrontación.
Sobre este complejo escenario aterrizaría la pandemia, que no haría más que exacerbar la dramática situación política del país. Un sistema de salud muy precario y una desastrosa gestión de la crisis sanitaria de la Covid-19 cobraron una factura muy elevada. En este momento Bolivia tiene la tercera tasa de mortalidad por número de habitantes más elevada del mundo. Y es que en el marco de esa reyerta, la pandemia, los contagios y los muertos se han convertido en un cálculo político.
Pero, entonces, ¿qué es lo que pasó ‒y sigue pasando‒ en Bolivia? Una respuesta a esta pregunta no es sencilla, más en el clima electoral que vive el país, en el que la estridente dinámica política que se ha impuesto tiende a reducir todo a un pragmatismo inmediatista en el que lo único que vale es “lo menos malo”. Cuando lo cierto es que el repulsivo escenario electoral es expresión de una descomposición acumulada de la política boliviana que tiene ya varios años. Descomposición que nos cuesta mirar y entender, porque es muy dolorosa y porque, por lo menos en la última década, hace parte de una historia cada vez más oscura y confusa.
Una dificultad que se ha presentado en estos tiempos es la de posicionar una lectura más compleja, capaz de nombrar y explicar con relativa claridad las cosas que vienen sucediendo. Trascendiendo las ramplonas, vacías y demagógicas consignas desde las cuales, quienes disputan el gobierno, han empobrecido la comprensión de la realidad e impulsando una mirada simplificadora y binaria de “buenos y villanos”, en la que se pierden de vista acumulaciones históricas y los problemas centrales que dan cuerpo al antagonismo social.
En este sentido, lo que opera en Bolivia es una polarización desorganizadora de lo social contestatario. Es una polarización que, como veremos en este texto, confronta desde lugares que omiten el antagonismo social. Es decir, es una confrontación en la que no se ponen en juego las principales determinantes de las relaciones dominantes y de estructuración de jerarquías en la sociedad boliviana: apropiación del excedente, Estado colonial y formas públicas de decisión, destrucción de la naturaleza, violencia patriarcal, precariedad económica, etc. Estos temas son retomados en tanto consignas vacías, folclóricas o, más bien, se las instala como un repertorio de “palabras mágicas”,[1] que a veces son tan seductoras y para muchos son suficientes.
Al mismo tiempo, esta polarización ‒que tiene como principal par binario al masismo-derecha‒ es posible solo en tanto existe como correlato una gran erosión de la capacidad autónoma organizativa, tan característica de la política boliviana y, en especial, de aquella que emana desde sectores populares. Aunque esta situación, que puede considerarse crucial y que también se aborda acá, no es resultado principal de esta coyuntura, sino de un proceso político más profundo y enrevesado de la última década.
El problema es que son pocas las lecturas críticas y contestatarias que intentar ir más allá de la polarización. La “izquierda progresista”, en su frenético afán de imponerse, omite, oculta y cancela un conjunto amplio de hechos y violencias que, al ponerse sobre la mesa de discusión, modifican por completo la comprensión del presente. Hechos y violencias que, en gran medida, son responsables de esta coyuntura. Lo que venimos a darnos cuenta con estupor, una vez más, es que el chantaje de esta izquierda o su típica actitud de justificarlo todo por “no hacerle el juego a la derecha”, no es otra cosa que el mismísimo juego de la derecha… es hacerle su trabajo.
Así pues, lo que se presentan acá son algunas claves en un intento de ordenar una interpretación más honda de lo que está pasando. Una interpretación que, aunque incómoda y nada épica, intenta ser útil para mirar hacia adelante (más allá de las elecciones, gane quien gane), y no añorar lo que no existió, o solo lo hizo en tanto “palabras mágicas”, que muchas veces son repetidas en el vacío.
Una acotación. La comprensión de lo que es la derecha gobernante, nunca parte desde otro lugar, sino desde lo que es: brutal, violenta, fascista, corrupta, rancia. Su estrategia siempre ha sido la de polarizar, así gobierna, así busca legitimarse y así desorganiza. El objetivo acá no es hacer una “crítica equilibrada”, sino entender los motivos que llevaron a que buena parte de las luchas sociales hayan quedado enfrascadas en esta dinámica polarizante, en la que se pierden de vista horizontes históricos de lucha y se desorganizan fuerzas sociales autónomas que tardaron décadas en conformarse.
No posicionarse frente a esta derecha represiva e inepta que ahora gobierna Bolivia es inadmisible, pero tomar esta postura silenciando los hechos y violencias que derivaron en la descomposición política que hoy vive Bolivia no solo es inadmisible, sino una negligencia que conducirá, necesariamente, a repetir la misma historia.
Un poco de perspectiva: el “proceso de cambio” que (no) fue
La historia del “proceso de cambio” ‒i.e. nombre coloquial con el que se reconoció al gobierno del MAS luego de varios años de revuelta social‒, es una historia de frustración, desazón e impotencia. Sin embargo, esto no es motivo para contar historias engañosas o parciales, ni evitar que se hable al respecto. Todo lo contrario. Es el momento de entender lo que pasó. Se debe realizar un repaso de lo que derivaría en el desastre político de este último año.
Evo Morales llegó a la presidencia en enero de 2006, luego de una gran y larga ola de movilizaciones sociales que pusieron en crisis al estado neoliberal. Eran movilizaciones diversas y complejas, la mayor parte de ellas impulsadas por organizaciones autónomas (urbanas y rurales) que impusieron sus agendas históricas en el debate nacional. Desde la transformación del estado hasta la eliminación del latifundio, pasando por un conjunto más amplio de reivindicaciones, como la recuperación de los recursos naturales y la descolonización de la vida cotidiana, entre muchos aspectos más. Era una afrenta directa al proyecto neoliberal que venía imponiéndose desde finales de los años 80 del siglo pasado, y que buscaba relanzar un proyecto económico colonial, poniendo en el centro a la élite agroindustrial del oriente boliviano, una de las más rancias del país.
En ese contexto de efervescencia, el Movimiento Al Socialismo (MAS) no era la vanguardia de esas movilizaciones, ni tampoco Morales era su caudillo (en realidad no había un caudillo). Los horizontes de esas luchas rebasaban el limitado propósito de la toma del poder, apuntando a un cambio profundo y sustancial del orden social.
Lo que sí logró el MAS ‒recuperando la lucha histórica del sector cocalero‒, fue presentar una deriva electoral viable y sólida, en torno a varias alianzas con diversos sectores sociales que también desplegaron procesos de lucha. En otras palabras, el MAS ofertaba, si es que ganaba las elecciones, abrir la institucionalidad estatal a un conjunto de reivindicaciones que los sectores sociales ya venían impulsando desde sus luchas, facilitando la posibilidad de concretarlas. En ese escenario, votar por el MAS era sensato.
El MAS no tenía programa propio o, más bien, lo que hizo fue reciclar un conjunto de reivindicaciones históricas que habían sido desplegadas como lucha en el primer lustro del siglo. Como señala Luis Tapia sobre la constituyente: “el MAS no sostuvo hasta el 2003 como parte de su programa una asamblea constituyente. Luego, la idea de un estado plurinacional en la constitución fue introducida por presión del Pacto de Unidad [una articulación de las principales organizaciones sociales campesinas e indígenas]”, y más adelanta continúa: “el MAS una vez que gana las elecciones emprende primero con el proceso de nacionalización y luego convoca de una manera más o menos rápida la asamblea constituyente, pero la convoca de un modo tal que se podría decir que lo hace en realidad para anular su potencia, imaginada en los ciclos de luchas”[2]. Lo mismo sucede sobre un conjunto amplio de reivindicaciones que quedaron capturadas en la lógica partidaria.
Es decir, las propuestas se gestaron en los procesos de lucha y no en el partido. En alusión a Gramsci, Tapia dirá que esas organizaciones ‒concentradas en el Pacto de Unidad de ese entonces‒ se desempeñaron como el verdadero intelectual orgánico.
Lo que sí es cierto, es que cuando el MAS ganó las elecciones en 2006 el antagonismo social se agudizó. El ritmo del nuevo gobierno estuvo pautado por la presión de las organizaciones y sus agendas de lucha, en un intento por profundizar el proceso de transformación social, apoyándose para ello en el flamante gobierno, aunque sin perder su autonomía política. En el otro lado se encontraban unas élites arrinconadas en el oriente boliviano y en sus instituciones semi-gamonales, con una actitud cada vez más beligerante.
Nombrar este momento es importante: en los primeros años del gobierno del Movimiento Al Socialismo sí se profundizó una posibilidad real de transformación de la síntesis social boliviana, no por el partido, sino por las luchas sociales que impusieron su agenda al gobierno. La confrontación con las élites de la denominada “media luna” no fue resultado de la política del MAS ‒para quién esa situación siempre fue incómoda‒, sino de las organizaciones que no dejaron de estar presentes en un conjunto de procesos políticos relevantes, como la puesta en marcha de la Ley de Reconducción de la Reforma Agraria, la nacionalización de los hidrocarburos ‒pese a su limitado alcance‒ o el mismo proceso constituyente. Los relatos del MAS, de sectores intelectuales allegados a ese partido y la misma derecha, suelen omitir lo que la gente organizada hizo durante los primeros años de este gobierno, y suelen colocar en el centro ‒para bien o para mal‒ como único sujeto al partido del MAS y a su caudillo.
Es así que el MAS decide priorizar su permanencia en el gobierno y postergar las agendas de lucha. El cuento es largo, muchas disputas, muertes, avances y retrocesos. Pero lo que se resalta aquí es la función que decide ocupar el MAS desde el propio gobierno. Para sostenerse en el poder, este partido decide moverse del lugar en el que las organizaciones sociales lo colocaron ‒de aliado‒, para pasar a mediar el antagonismo social.
Lo hizo de la siguiente manera: garantizando los intereses de las clases dominantes del país (de las viejas y de las que fueron surgiendo), reconociendo como núcleo de poder al agronegocio oriental y prácticamente asumiendo la agenda de este sector como programa de gobierno. La condición que puso el MAS fue que estas élites acepten un gobierno con discurso de izquierda y una presencia heterogénea de sujetos sociales en las instituciones del Estado, aunque, eso sí, el gobierno neutralizaría las agendas de transformación que estos sujetos representaban.
Por otro lado, esta mediación fue posible a través de la utilización de un porcentaje mayor de la renta estatal para una gestión pública más amplia, con programas sociales de contención de la pobreza (como los bonos a estudiantes, mujeres embarazadas y adultos mayores), pero sin modificar la matriz productiva ‒i.e. una ampliación de la gestión de la pobreza de la manera en que el neoliberalismo ya había iniciado con el Bonosol y otras medidas‒. La recuperación parcial del excedente hidrocarburífero fue la base para ello. En cambio, la gestión privada y transnacionalizada de la minería, la agroindustria y la banca, entre otros sectores de la economía dominante, quedarían indemnes y serían apuntalados.
Con todo, el MAS utilizará esos recursos y discursos para amortiguar la fuerza de las organizaciones sociales, generar un proceso masivo de subordinación de las cúpulas de las mismas y romper ‒por medio de la violencia de ser necesario‒ aquellas que no aceptasen convertirse en satélites del partido. A través de estos mecanismos, el MAS contuvo la efervescencia social y convirtió esta su capacidad en moneda de cambio: un servicio por el cual la oligarquía de este país estuvo dispuesta a negociar el mando presidencial durante varios años.
Los ejemplos son muchos, pero quizá el de la Asamblea Constituyente es el más elocuente. Luego de que esa asamblea aprobase, en diciembre de 2007, una propuesta de texto constitucional como resultado de más de un año de conflictiva deliberación que, con todas las concesiones y renuncias, no dejaba de ser un texto que modificaba sustancialmente el escenario político y la estructura del Estado; el gobierno, ante la amenaza de las élites del país, negoció y pactó con ellas, modificando ‒a puerta cerrada y sin participación de las organizaciones‒ más de 100 artículos. Solo así esas élites dieron su visto bueno y en ese momento la propuesta constitucional fue llevada a referéndum el 25 de enero de 2009.
Este pacto fue realizado luego de un violento año 2008 y a días de la Masacre de Porvenir en Pando ‒en el que más de 15 personas fueron asesinadas por grupos armados de las élites regionales‒. Si bien las organización sociales decidieron realizar el denominado Cerco a Santa Cruz por la indignación frente a la masacre y para presionar que el texto constitucional que resultó del proceso constituyente fuese llevado a referéndum, el MAS desorganizará esta movilización y negociará el contenido de dicho texto.
Así, lo que quedó fue una Constitución Política del Estado folclorizante, con un núcleo colonial y capitalista incólume, recubierta por un conjunto de palabras rebeldes y andinas que lo legitiman. Desde el Vivir Bien hasta la misma noción de Estado Plurinacional, quedaron neutralizadas en su dimensión transformadora.
Es por este motivo que en los siguientes años ‒en especial desde que se inició el segundo mandato de Morales en 2010‒ hubo una doble dinámica en la gestión política: la exacerbación de un discurso de izquierda, revolucionario e indigenista; mientras que por el otro lado, de manera sistemática, se fueron erosionando los núcleos organizativos ‒principalmente autónomos‒ desde donde años atrás se habían formulado e impulsado las principales luchas sociales.
No solo se cooptaron dirigentes y mandos medios de las organizaciones sociales (indígenas y sindicales), sino que hubo un esfuerzo sistemático desde el Estado por funcionalizar las tramas cotidianas organizativas (comunidades, sindicatos, organizaciones barriales) que daban cuerpo a esas organizaciones y a sus agendas de lucha. Este es el carácter anti-comunitario del Estado Plurinacional, que quedó invisibilizado por las “palabras mágicas” referidas anteriormente.
Una vez consolidada esta dinámica, el MAS se estabilizará en el gobierno, profundizando una matriz productiva extractivista ‒favorecida por los elevados precios de las materias primas que se sostuvieron hasta el 2015‒, dando especial énfasis a la expansión del agronegocio en el oriente boliviano y promoviendo un conjunto de normas para blindar a este sector. La Cumbre Agropecuaria de 2015 fue el momento culmen de esta alianza. El gobierno no solo reiteró su compromiso con la expansión del modelo agroempresarial, sino que puso a disposición de esta agenda a las organizaciones sociales que controlaba. Aquellas que, años atrás, se oponían rotundamente a cualquiera de esos acuerdos.
Asimismo, el MAS fue asumiendo una postura cada vez más violenta contra los pueblos que lucharon por sus territorios. Esto sucedió cuando el gobierno del MAS impuso la construcción de la carretera del TIPNIS mediante la represión; cuando impulsó la expansión minera transnacional en Mallku Khota, que incluso dejó un fallecido; o promovió la actividad hidrocarburífera en territorio guaraní por medio de la violencia y desconociendo el derecho a la consulta previa, que era demandada por las comunidades indígenas. Por otro lado, el MAS criminalizará el “avasallamiento de tierras”, imponiendo penas de cárcel de entre 3 y 8 años para quienes invadiesen tierras privadas, por lo cual el gobierno sería reconocido públicamente por los terratenientes. También es importante recordar cómo fueron intervenidas las organizaciones que se mostraron desafiantes al mando político del MAS, como sucedió con la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB) o con el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (CONAMAQ).
En todo este proceso, el MAS se fue descomponiendo. Un partido que en lugar de institucionalizar su corporativismo ‒como lo hiciera el Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México‒, le imprimió una dinámica clientelista y dependiente de un caudillo. Los escándalos de corrupción y abuso de poder han sido recurrentes e impunes ‒ni siquiera maquillados como lo hacía el Estado neoliberal que era igualmente corrupto‒.
El caso Fondo Indígena, que terminó siendo un gran fondo de uso discrecional que el partido utilizó como fuente de recursos y de prebenda, se configuró como uno de los más sonados por su envergadura. Por otro lado, fue cada vez más evidente como los cargos políticos del MAS se convirtieron en mercancía y botín político, llegando a imponer candidatos por sobre las decisiones de las propias organizaciones.
Con todo, el MAS fue perdiendo legitimidad y sus niveles de apoyo bajaron a nivel nacional, regional y local. Fue por esto que el partido ‒que ya había convertido su permanencia en el gobierno en objetivo primario‒, al ver que su legitimidad se erosionaba, fue asumiendo una postura cada vez más autoritaria, persiguiendo a opositores de derecha y de izquierda, interviniendo el poder electoral, desconociendo los resultados electorales y manipulando normativas que en algún momento sirvieron como límite para los abusos estatales: militarización de los territorios indígenas y de los proyectos capitalistas que se impulsaban en ellos. Estas, entre cosas más.
El MAS estaba perdiendo su moneda de cambio: su legitimidad política para controlar a las organizaciones sociales, al mismo tiempo que estas ya se encontraban profundamente golpeadas, fragmentadas y descompuestas, con horizontes que no representaban una amenaza para el modelo dominante. Poco a poco el MAS se volvía prescindible para las élites del país, por lo que para quedarse no le quedó otra cosa que optar por la vía autoritaria.
Así fue como llegaron las elecciones de 2019.
La reyerta por el poder: polarización, violencia y confusión
La forma de producción de mando político gestionada por el Movimiento Al Socialismo, tuvo otra particularidad en el plano de la producción de legitimidad. Se recreó sistemáticamente la figura de un “otro” adversario, que en el discurso se señaló como neoliberal, racista, separatista, colonial, peón del imperio gringo, etc. Pese a que el gobierno estableció alianzas con los principales sectores económicos dominantes del país (nacionales y transnacionales), colocaría en el lugar del “otro” adversario a todo lo que se constituyó como crítico al gobierno, desde las viejas y rapaces élites políticas neoliberales, hasta indígenas y campesinos que se opondrían a las políticas del gobierno.
Este fue el inicio de un maniqueísmo discursivo que, con el tiempo, derivaría en la polarización que actualmente organiza gran parte de la política estatal. Este binarismo tuvo dos grandes consecuencias. Por un lado, coadyuvó a neutralizar las voces plurales y críticas de organizaciones y colectivos que denunciaron la derechización del MAS. Toda voz crítica, aunque sea del mismo gobierno, fue acusada de “ser de derecha” o “hacerle el juego a la derecha” y el partido, explícitamente, señaló que no aceptaría librepensadores en sus filas.
Y, por el otro lado ‒y esto es algo sobre lo que se discute poco‒, esa derecha política neoliberal y conservadora ‒que adquiere rasgos fascistas en el oriente boliviano‒, que había sido arrinconada por las luchas que entre 2000 y 2005 modificaron el escenario político nacional, encontraron en este juego de polarización un lugar para recrearse, reinventarse y amplificarse, instrumentalizando para ello las consignas liberales de la democracia representativa, frente a un cada vez más autoritario gobierno del MAS.
Esta dinámica se haría más evidente desde el año 2016, cuando el gobierno convocó a un referéndum de modificación constitucional. Morales, que ya se había presentado a las elecciones de 2014 desconociendo su acuerdo con la derecha del país, no tenía argumento legal para reelegirse una siguiente vez en 2019, por lo que su partido convocó a un referéndum para modificar el artículo de la Constitución Política del Estado (CPE) que se lo impedía.
Pero el gobierno se encontraba desgastado, más porque en el último año antes del referéndum se destaparon dos casos importantes de corrupción. Por un lado el del Fondo Indígena, referido anteriormente, y, por el otro, salieron a la luz una serie de concesiones sin licitación que fueron entregadas a la empresa china CAMC, por más de 500 millones de dólares, tema que fue opacado por el show mediático de la relación de Morales con Gabriela Zapata y por la supuesta existencia de un hijo que el presidente primero confirmó y luego negó.
El MAS perdió ese referéndum. Evo Morales, por tanto, no podía volver a ser candidato a presidente. Sin embargo, en un acto desesperado, el gobierno ‒luego de fuertes presiones sobre el Tribunal Supremo Electoral (TSE) y del Tribunal Constitucional, que incluyeron persecuciones, criminalización de magistrados y destituciones arbitrarias‒, logró que el Tribunal Constitucional, sobrepasando la propia CPE, permitiese la reelección de Morales y su vicepresidente, con el “audaz” argumento de que la reelección indefinida se considera un derecho humano.
Este hecho arbitrario, que utilizando el poder del Estado desconoció un “plebiscito de soberanía popular” que fue obligatorio ‒porque en Bolivia el voto es obligatorio‒, indignó a gran parte de la sociedad. Sin embargo, el MAS acusó de ser de “derecha” a quien criticase este acto de autoritarismo. Recreando con ello un escenario polarizado, en el que se invisibilizó el malestar de organizaciones sociales y de distintos segmentos de la sociedad civil, quienes cuestionaron el actuar del partido de gobierno, al mismo tiempo que se resistían a quedar insertas en las denominadas “plataformas ciudadanas” ‒una estrategia de la élite del país para controlar y movilizar el descontento de distintos segmentos de la sociedad, en especial de las capas medias‒. Desde esas plataformas, en contrapartida, se comenzó a recrear la polarización, acusando a lo que no fuese parte de ellas de “masista”, con discursos cada vez más racistas y violentos.
Así fue como se continuó dando forma a la configuración polarizante, en la que todo era situado en un bando: “masismo” o “derecha”. La violencia ‒discursiva y física‒ se acentuó como parte de un proceso que devino totalizante.
Lo paradójico ‒que debe considerarse como trasfondo inmanente‒ es que la producción de este escenario polarizado no se correspondía con la gestión del Estado. La bancada del “MAS” y de la “derecha” en la Asamblea Legislativa, venían aprobando leyes de manera conjunta. Aquellas que dieron luz verde a los chaqueos (quemas) en la Amazonía, la promoción de transgénicos, de biocombustibles, de concesiones mineras, etc. Es decir, cada vez fue más evidente que la disputa era por quién se hacía cargo de un mismo modelo económico, extractivo y depredador.
A medida que las elecciones se acercaban y luego de que el gobierno demostró que estaba dispuesto a llevarse entre las patas la CPE con tal de que Morales sea reelecto, una serie de acontecimientos generarían profundas dudas sobre el proceso electoral: un padrón electoral sin sanear, renuncias de miembros del TSE que se oponían a la reelección de Morales, retraso del calendario electoral, despidos de 59 trabajadores del TSE sin justificación, falta de equipos biométricos, presupuesto electoral sin aprobar, entre otros hechos más. Estos problemas fueron denunciado incluso por personas que años atrás habían trabajado en el núcleo duro del gobierno. Un conjunto de hechos que de ninguna manera pueden considerarse “normales o aceptables” fueron opacando cada vez más el proceso electoral. Opacidad que fue capitalizada por la élite política para potenciar su propio crecimiento.
Para intentar legitimar la candidatura de Morales, el MAS intentó muchas cosas, pero dos llamaron especialmente la atención. Por un lado, el gobierno ‒manipulando la ley electoral‒ organizó unas “primarias” inéditas e improvisadas que buscaban demostrar que Morales tenía el apoyo de su militancia. Esas primarias se caracterizaron por el hecho de que todos los partidos solo presentaron un candidato y porque casi nadie fue a votar.
Por el otro lado, la Organización de Estados Americanos (OEA) tuvo un rol fundamental en apuntalar la reelección de Morales, no solo porque avaló aquellas elecciones primarias, sino porque el mismo secretario general de esta organización, Luis Almagro, en mayo de 2019 ‒al parecer en un intento por lograr el apoyo de Morales para su reelección en la secretaría general de dicho organismo‒ viajó a la región del Chapare para apoyar un acto proselitista de Morales y señaló que “que impedir la repostulación de Evo Morales en Bolivia es discriminatorio”.
¿La OEA fue la que inoculó la idea de que en Bolivia hubo fraude? No, la duda del fraude creció en Bolivia pese al intento de la OEA por legitimar a Morales. Eso es algo que no debe perderse de vista. Que después este organismo cambiara su juego, es otra historia, pero la OEA tuvo un rol nefasto apuntalando un escenario de violencia, descrédito y desinstitucionalización del proceso electoral.
Las elecciones y los días más violentos
Al día siguiente de las elecciones del 20 de octubre de 2019, las cosas estaban claras. Una segunda vuelta era lo que seguía. María Galindo escribía en su columna de ese día: “La tranquilidad con la que la gente fue a votar, la fuerte movilización generalizada por el control del voto en un clima en el que nos han quitado ya todo, hace que la votación tenga una fortaleza importante. No podrán negar los resultados ni podrán ensayar retórica alguna para no reconocer que deben ir a una segunda vuelta”.
Sin embargo, para el momento en que esa nota había sido publicada, la famosa Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP) ya se había detenido sin explicación alguna (aunque luego se sabría que fue una orden directa de la presidenta del TSE, María Eugenia Choque). Si bien la situación era crítica antes de las elecciones, este fue el punto de inflexión que marcaría el inicio de una de las épocas más difíciles de la historia reciente del país.
Pero también fue el momento en el que la confusión pasó a ordenar la dinámica de confrontación, que derivó en un escenario político cada vez más violento, que dejará decenas de muertos y centenares de heridos, una institucionalidad devastada y una sociedad profundamente agredida y agraviada.
Aún quedan muchas incógnitas sobre todo lo que pasó en esos días. Gran parte de lo que sucedió respondió a estratagemas que fueron desplegadas desde arriba, desde quienes se disputaban el control del gobierno por fuera de los márgenes de la legalidad. Es por ello que, más allá de ciertas filtraciones o versiones “oficiales”, se sabe muy poco de lo sucedido. Lo que se conoce ‒porque fue una experiencia vivida y compartida‒ es la dimensión descomunal que adquirió la violencia, y es desde ahí desde donde se debe entender lo sucedido.
Seguramente se necesitarán libros enteros para narrar lo que pasó en esos días y todo aquello que hasta este momento no se conoce. Sin embargo, se pueden señalar algunas claves que ayudan a organizar esta tarea:
El fraude fue una experiencia social acumulada. Señalar que la OEA fue la que “destapó” los vicios de nulidad del proceso electoral es desconocer una violencia sistemática ejercida por el gobierno de Morales en los últimos años y que no solo pasó por la eliminación de ciertas “garantías” institucionales frente al abuso de poder ‒que habían sido logradas por luchas precedentes, al menos desde 1982‒, sino que implicó la persecución y criminalización de quienes intentaron, desde dentro y fuera del Estado, poner resistencia a la reelección arbitraria de Morales.
El fraude no puede quedar en la discusión de una “tendencia probable o improbable” resultado de la inoportuna opinión de varios intelectuales. La experiencia fraudulenta fue experimentada mucho antes de las elecciones, empezando por un plebiscito popular que fue desconocido con apoyo de la fuerza pública.
El fraude electoral no solo fue la caída de la TREP, se configuró a través de todas las inconsistencias tan mal manejadas que se evidenciaron en los siguientes días a las elecciones, desde una reiterada equivocación en el registro de los votos en las actas que podían ser consultadas en la páginas del TSE, hasta actas electorales que se encontraron en contenedores de basura, sin contar los varios muertos que estaban habilitados para votar y muchos otros hechos más.
Unas elecciones son confiables no porque unos expertos ‒quien sabe desde donde‒ hagan unos complejos modelos matemáticos que señalan la probabilidad de una tendencia, sino cuando la sociedad vive la experiencia de las elecciones como un hecho creíble, cosa que en octubre de 2019 no sucedió.
La polarización totalizó el conflicto. El hecho de que la derecha más rancia del país ‒junto al cálculo timorato del centro‒ haya logrado capitalizar el fraude no significa que este no existió, ni tampoco que no deba ser nombrado. La pregunta, en todo caso, es más bien: ¿por qué no hubo capacidad para que otros sectores sociales posicionaran una mirada distinta sobre el fraude y sobre cómo enfrentar este hecho autoritario? Mucho tuvo que ver el proceso de desarticulación de las organizaciones sociales autónomas urbanas y rurales que se expuso anteriormente. En los primeros días, luego de las elecciones, diversos sectores sociales populares no apoyaron al MAS pero tampoco se sumaron a las movilizaciones de las plataformas controladas por la derecha.
Había disconformidad con las elecciones pero incapacidad de interpelación autónoma. Frente a ello, sin embargo, los polos constituidos profundizaron la violencia física y verbal. Desde un presidente amenazando con cercar las ciudades para “ver cuánto aguantan”, hasta la exacerbación de discursos y acciones racistas, fundamentalistas y violentas desde el Comité Pro-Santa Cruz. Un proceso de fascistización social por doble partida que pulsaba para totalizar el conflicto.
Las etiquetas acusatorias masista y pitita (frase acuñada por Morales para referirse a las plataformas que bloqueaban en las ciudades en contra del fraude) serán la expresión de ello. Cualquiera que expusiese una crítica a las actividades y discursos de la rancia derecha era tildado de masista, mientras quien planteó sus reservas por el fraude y la dinámica del MAS era tildado de pitita. Por esa violencia, que incluía amenazas desde ambos lados, muchas personas se veían empujadas a silenciar su voz.
En este escenario, fueron espacios alternativos los que permitieron producir un dialogo profundo y útil. Quizá la experiencia más interesante fue la configuración del Parlamento de las Mujeres, impulsado inicialmente por el colectivo de Mujeres Creando, que se convertiría en uno de los espacios más importante para la enunciación de claves que permitían comprender lo que pasaba más allá de la violencia y el escenario electoral, aunque no imponerse por sobre el clima político de confrontación.
La estratagema de la violencia y la desinformación. Es difícil dar cuenta de la experiencia frenética que se vivió en los días posteriores a las elecciones. Violencias cotidianas exacerbadas por la sensación de incertidumbre y de desinformación.
Desde arriba se definían estrategias de confrontación y represión, desde abajo se vivían agresiones confusas. El MAS siempre jugó a su macabro juego de producir confrontaciones, victimizarse e intervenir con la fuerza pública. Por el otro lado, masacres y la represión brutal e indiscriminada de los militares y policías luego de la caída de Morales.
Se debe entender que en ese momento hubo una arquitectura de la violencia. No es el objetivo acá hacer un recuento de todas los actos violentos (fueron demasiados), pero hubo algunos que fueron determinantes: los enfrentamientos armados en la ciudad de Montero; Cochabamba como el lugar de la tensión permanente con muertos por enfrentamientos civiles y la puesta en escena de grupos de choque violentos; la emboscada con francotiradores a mineros que iban a La Paz para pedir la renuncia de Morales; la noche de violencia que vivió La Paz luego de la renuncia de Morales, y las ignominiosas masacres de Sacaba (Cochabamba) y Senkata (El Alto). Mientras los gobernantes jugaban sus fichas, los muertos los ponía la gente.
Morales y su incapacidad de desagraviar. Como se vio, Morales hizo campaña con el Secretario Ejecutivo de la OEA en el Chapare, pero también invitó de manera directa a la OEA para observar el proceso electoral. Luego de las elecciones fue el gobierno el que impuso una auditoría de la OEA para evaluar el proceso electoral (pese al rechazo del resto de los partidos). Sin embargo, la madrugada del 10 de noviembre, luego de que la OEA publicara su informe, Evo Morales “convocó” a nuevas elecciones sin siquiera referirse al informe que su gobierno había encargado, sin señalar el delito electoral cometido, ni las responsabilidades del caso, sin hacer ninguna referencia a su ilegal repostulación.
Hasta ese momento las cosas habían procedido según el MAS había decidido, sin embargo, al no existir un mínimo sentido de desagravio, ni una frase que sugiera: “vamos a investigar”, “no voy a ir las elecciones”, “respetaré el informe de la OEA que nosotros mismos solicitamos”, nada.
Antes del mediodía, varias organizaciones rurales y urbanas, incluida la misma Central Obrera Boliviana (COB), pidieron la renuncia de Morales en un clima de violencia generalizada. Evo Morales había perdido gran parte del apoyo de sus propias organizaciones horas antes de que el General Williams Kaliman sugiriera la renuncia del presidente.
Hasta este momento no quedan claros los entretelones de cómo se jugaron las cartas en el ejército, ni por qué Kaliman continuó hablando con Morales un día después de la renuncia de este o el motivo por el que este general fue inmediatamente retirado por el nuevo gobierno y llevado posteriormente a juicio por el cual se encuentra con detención domiciliaria. Lo que sí queda claro es que, por donde se mire, el ejército también hizo parte de la reyerta por el poder, apoyando un conjunto de conspiraciones y procesos ilegales, además de hacerse cargo de las masacres.
Tampoco ha sido aclarada la ola de renuncias masivas de autoridades del MAS, puesta en marcha horas antes de la renuncia de Morales y su vicepresidente y en acuerdo con estas autoridades. Lo cierto es que ello tendrá consecuencias profundas, impidiendo una salida medianamente pactada y democrática a la catástrofe política que estaba en curso.
Una derecha que tampoco llegaría al gobierno por vía democrática. La polarización también fue acogida y recreada por la derecha que no tenía la menor posibilidad de llegar al gobierno. Por ejemplo, Fernando Camacho, que luego de las elecciones trataría de monopolizar la “posición radical” contra Evo Morales, fue una figura que hasta ese momento solo tenía presencia regional, desconocido para la mayoría de los bolivianos.
Junto a Camacho, reaparecieron varias figuras de la vieja guardia neoliberal. Su estrategia ‒que seguramente habrá contado con el apoyo de organismos de inteligencia de otros países‒ fue sencilla: tensar la situación y evitar cualquier salida negociada y/o democrática. Tanto así que en cierto momento esto habría de generar una fisura en el propio bloque de la derecha, marginando a su ala más conciliadora.
Junto a esta intransigencia, el crecimiento de esta derecha estuvo acompañado de violencia y racismo, no solo en términos de un ida y vuelta de acusaciones con el MAS ‒el cual también decidió escalar esta dinámica‒, sino como un proceso que implicó una serie de alianzas y estrategias para controlar el gobierno por medios no democráticos ni constitucionales.
A estas alturas, es evidente una alianza de esta derecha con sectores de la policía y militares para derrocar a Evo Morales, alianza que ganaría terreno frente a los pactos que el MAS sostuvo con otros sectores de la fuerza pública que apoyaron su reelección ilegal y ayudaron a gestionar el fraude electoral. El motín policial será clave para la caída de Morales y fue claramente una movida que se maquinó junto a esa derecha.
Como denunciaría en ese entonces María Galindo, la designación de Jeanine Añez como presidenta interina ‒en su momento testaferro de esta jugada política‒, fue parte de una conspiración y no de un proceso democrático. Esta derecha no quería segunda vuelta ni tampoco nuevas elecciones, quería la violencia, porque era la única manera de apoderarse del gobierno una vez que el ciclo de Morales mostraba su verdadero éxito: incapacitar la protesta autónoma, socavar el protagonismo de las luchas populares y comunitarias. La grotesca imagen de Camacho con una biblia en el palacio de gobierno, así como la quema de la Whipala el día de la renuncia de Morales ‒y que indignará a los sectores populares del país‒, es la culminación de esa estrategia por el control del Estado.
Salida electoral pactada y sin justicia. El 25 de noviembre de 2019, en un acto poco esperado ‒aunque típico de la política partidaria‒, el denominado Pacto de Unidad (que devino en una organización controlada por el MAS), la Central Obrera Boliviana (COB) y el gobierno ‒representado por el ministro Arturo Murillo‒, firmaron de manera “amistosa” el denominado Acuerdo de Pacificación. El secretario ejecutivo de la COB cerraría la discusión con esta frase: “Compañero Murillo, ojalá nunca vuelva a pasar lo que ha pasado”. Al mismo tiempo, por medio de este acuerdo, el gobierno de Añez le entregaría a la COB el viceministerio de Trabajo. Sin embargo, ni el fraude ni los muertos serían discutidos ni fueron aclarados con este acuerdo.
Durante la tercera semana de noviembre de 2019, la bancada del MAS presentó un proyecto de ley para las elecciones presidenciales que reconocía como “legítima” la presidencia de Jeanine Añez. Y en enero de este año la Asamblea Plurinacional ‒controlada en dos tercios por el MAS‒ aceptaría oficialmente la renuncia de Evo Morales y su vicepresidente. Es decir, más allá de los acalorados discursos, las fuerzas políticas pactaban en el Estado un orden para alcanzar unas nuevas elecciones.
Pese a la impunidad y sangre sobre los cuales se establecían estos pactos, el horizonte de unas elecciones para salir de la crisis política, luego de meses tan violentos y desgastantes, permitieron que estos acuerdos obtuviesen vía libre desde distintos sectores de la sociedad civil y organizaciones sociales que se encontraban agotados o cuyas dirigencias hicieron parte de estos pactos.
El MAS presentaría la candidatura de Luis Arce y David Choquehuanca, una imposición desde la cúpula del partido que desconoció la decisión de las bases campesinas, las cuales frente a este escenario en un inicio buscaron romper la verticalidad partidaria. Los otros partidos continuarían con sus candidaturas, como la de Carlos Mesa, o se incorporarían nuevos contendientes, como Fernando Camacho o la misma Añez.
¿Por qué hablar solo de “golpe de Estado” es también un acto de violencia?
Es extraña la racionalidad que opera desde una izquierda que en los últimos meses se niega a discutir lo que sucede en Bolivia si no es desde la única clave del “golpe de Estado”. Una racionalidad que se caracteriza por inmediatizar (el contexto histórico deja de importar), simplificar y binarizar (reduciendo a consignas ramplonas lo que sucede bajo un esquema de “buenos y villanos”), silenciar y agredir a aquello que cuestione su manera de entender lo que sucede.
El problema no es decir que en Bolivia hubo un “golpe de Estado”. El problema es señalar que lo único que hubo fue un golpe de Estado, victimizando a un partido agresor y a su caudillo, que son igualmente responsables por la catástrofe suscitada en el país; invisibilizando todas las otras violencias que son consideradas, desde esta lectura, jerárquicamente inferiores; y tratando de imponer un horizonte de “lucha” en el que la “única opción” es volver a posicionar a ese mismo partido de manera acrítica. Dejando de lado, por completo, la necesidad de entender que ese estado de cosas fue lo que condujo al desastroso desenlace.
En Bolivia, muchos intelectuales y activistas complejizaron el devenir de los hechos e insistieron en una mirada que contenga memoria. Desde afuera ‒muchas veces desde una actitud paternalista y colonial‒ surgieron mordaces acusaciones al respecto, fue poco el esfuerzo que se hizo para comprender la compleja situación que se vivía ‒y se vive‒ en el país. Todo ‒pero todo‒ debía reducirse a la consigna: “golpe de Estado a Evo Morales”. La estrategia de silenciar todas las demás violencias, todos los otros agravios, es también una estrategia de profunda violencia.
Queda claro que el actual gobierno no es democrático, ni mucho menos. Es un gobierno violento y de rasgos fascistas, dentro de su profunda incompetencia e ineptitud. El problema es que este gobierno está ahí porque pudo colarse en una institucionalidad estatal descompuesta, sin legitimidad, fraudulenta, que también ya era violenta y represora. No nombrar eso, es allanar el camino para que lo que viene hacia adelante vuelva a recorrer el mismo camino.
Se debe recordar los ataques de los que fue objeto Rita Segato y otro conjunto de intelectuales y activistas por insistir en una perspectiva compleja y crítica. Estos hechos demuestran lo central que es problematizar el rol que llega a tener esta racionalidad de izquierda progresista, que termina siendo reproductora de violencia y de un orden dominante capitalista.
La polarización como emulación del antagonismo social
El constreñimiento de un amplio, radical e histórico horizonte de lucha y transformación a los limitados objetivos estratégicos de un partido que quiere perdurar en el gobierno; en eso puede sintetizarse el “logro” del gobierno del MAS, así como su vínculo con las organizaciones que otrora (2000-2005) cimbraron el orden neoliberal y debilitaron a la ahora tan fortalecida oligarquía agroindustrial boliviana y todas sus ramificaciones.
En estos meses de gobierno de Añez, el MAS, que controla la Asamblea Legislativa, no ha intentado modificar ninguna de las leyes que benefician a transnacionales petroleras, mineras y menos a la agroindustria. Si bien son leyes que esa misma asamblea aprobó en los últimos años, no hubo ninguna autocrítica ni intento de reconducir el “proceso de cambio”. En todo caso, el MAS lanza las señales necesarias para dejar a las élites tranquilas, manteniendo sus privilegios si gana las elecciones. Incluida a la élite agroindustrial, a la cual le acaba de proponer más proyectos y que, más allá de las “palabras mágicas”, no son propuestas muy distintas a la de Camacho y a las de los otros candidatos como Mesa, Quiroga, etc.
Es así que la polarización conlleva un complejo proceso descomposición social que habilita un esquema de enfrentamiento sistemático, violento y permanente. Lo paradójico es que ese acalorado enfrentamiento deja de lado los elementos centrales del orden dominante y su reproducción.
Es un proceso que, a través de enardecidos discursos y amplios procesos de desinformación ‒gran parte a través de las redes sociales‒ reproduce agresión, rabia y miedos en distintos sectores de la sociedad. Este enfrentamiento realza rasgos identitarios regionales, raciales, credo, etc. Pero se deja de lado la discusión sobre las empresas transnacionales, la reforma agraria, la colonialidad y la patriarcalidad del Estado boliviano y del régimen político, los crímenes medioambientales, la impunidad de gobernantes actuales y antiguos, etc.
Estos temas, base del antagonismo social, simplemente no son puestos sobre la mesa de discusión. Es un contexto de polarización, que suplanta las contradicciones profundas de la sociedad boliviana y las instrumentaliza, vaciándolas de sentido. Es así que se puede hablar de una polarización que termina despolitizando lo social. Despolitizando en el sentido de que se obstaculiza la capacidad de auto-organizarse, se neutraliza la capacidad de crítica y se inhibe la capacidad de coproducir horizontes deseables de transformación.
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Llegamos a octubre de 2020 y Bolivia, con datos oficiales, ya tiene la tercera tasa de mortalidad por número de habitantes más elevada del mundo. La gestión de la pandemia no se puede catalogar de otra manera que no sea como criminal. Represión, incompetencia y corrupción son las marcas desde las que ha operado el gobierno de Jeanine Añez y que han costado miles de vidas. Nada de esto debe intentar justificarse, ni si quiera con el argumento de que el sistema de salud ha sido históricamente marginado. Este gobierno es la expresión más repulsiva de la descomposición política que vive el país.
La reyerta por el poder ha sido puesta por encima de la pandemia. La mayor parte, sino todos los partidos, están tratando capitalizar la crisis sanitaria para llevar agua a su molino. El enfrentamiento electoralista de los últimos meses ha sido extremadamente violento, arriesgando la vida y los cuerpos de tantas personas.
Las elecciones serán importantes para pasar a una siguiente etapa, en las que estas dejen de ser el escenario totalizante. Pero no hay victoria alguna que pueda resultar de estas elecciones. Agroindustriales, mineras, petroleras, empresas constructoras de mega-obras, etc. estarán bastante cómodas con cualquiera de los resultados. Por el otro lado, una sociedad civil desorganizada, fragmentada y enfrentada, con poca capacidad de detener el embate de lo que venga.
Lo óptimo quizá sea un gobierno debilitado, mientras la capacidad organizativa desde abajo vuelva a tomar cuerpo, aunque este proceso seguramente se tomará su tiempo. Lo necesario es mirar más allá de las elecciones, centrarnos en lo que tocará construir y reconstruir pese a los tragos amargos vividos y por vivir.
Mientras se concluye la redacción de este texto, grandes incendios están arrasando Machareti y Vallegrande, miles de hectáreas en regiones indígenas y campesinas. Sabíamos que este desastre pasaría, muchos colectivos e instituciones lo denunciaron. Estos incendios, al igual que los del año pasado que arrasaron más de 5 millones de hectáreas, han sido propiciados y consentidos por las políticas de los viejos y nuevos gobernantes, que impulsan la expansión de la frontera agrícola para el monocultivo. El que el país esté en llamas es la dolorosa expresión de este desastroso periodo político que vivimos.
[1] Dice Silvia Rivera Cusicanqui, en su libro Un mundo ch’ixi es posible: “Me parece importante preguntarnos por qué pasa esto, cómo es que una runfla tan laberíntica y compleja de palabras, lo que aquí llamo ‘palabras mágicas’ pudo tener ese efecto de fascinación e hipnosis colectiva, al punto de acallar por una década nuestras inquietudes, aplacar nuestras protestas y hacer caso omiso de nuestras acuciantes preguntas”.
[2] Ver el libro de Luis Tapia: El Estado de derecho como tiranía.