Crítica del paradigma del progreso

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Por Ec. René Báez*

Este trabajo fue presentado como Ponencia al II Encuentro Internacional por la Humanidad y contra el Neoliberalismo convocado por el EZLN y cumplido en Madrid/España en 1997. La decisión de ponerlo a circular nuevamente, en forma fragmentaria y con ligeros reajustes, a propósito del Seminario sobre Pensamiento Crítico organizado por el Centro de Pensamiento Alternativo de la Universidad Central del Ecuador, obedece a nuestro interés por aportar con algunas reflexiones heterodoxas al debate sobre la actual transición latinoamericana y especialmente ecuatoriana. (Nota del Autor)

1. Regresión versus evolución cíclica

La vocación de los pensadores por desentrañar las causas de las tendencias evolutivas (involutivas) de las socie­dades humanas sería muy antigua y habría sido la preocupación de historiadores y filósofos grecolatinos de la importancia de Hesíodo, Homero, Séneca, entre otros, que habrían partido de la hipótesis de una evolución regresiva del proceso social («la degeneración del oro hasta el hierro»).

Durante la Edad Media se abre un paréntesis en la percepción secular del proceso social, que es sustituida por la visión escatológica provista por la Iglesia Católica y el escolasticismo. El propósito fundamental de los escolásticos fue fusionar la filosofía griega, espe­cialmente el pensamiento aristotélico, con la doctrina cristiana. Más que explicar los fenómenos sociales, su preocupación estuvo orientada a la formulación de normas absolutas de conducta sustentadas en principios reli­giosos. En el ámbito de la economía su concepción se sintetiza en dos postulados: a) que las consideraciones económicas carecen de im­portancia, pues el mundo presente es sólo la preparación para el futuro y b) que la actividad económica es tan sólo un aspecto de toda la actividad humana y por consiguiente debe juzgarse de conformidad con normas de moralidad (Cf. Ferguson, 1988: 27).

Un noble ideal de igualdad y solidaridad habría ins­pirado la preocupación escolástica sobre las cuestiones de la vida material. Conforme se ha escrito: «Al aceptar con sinceridad el principio de Aristóteles de que ‘el hombre es por naturaleza un animal social’, la teología medieval afirmó que todos los hombres son iguales por naturaleza, que el Estado se ha hecho para el hombre y no el hombre para el Estado, y que hay un límite normal a la extensión de la intervención gubernamental en el esfuerzo individual. En consonancia con esto, el objeto de mayor controversia fue la amplia concepción de la idea de justicia. Que nadie reciba lo que no merezca; que todos los hombres traten a sus semejantes como hermanos» (Ferguson, 1988: 27).

El final del medioevo marcó también el retorno a la percepción secular del devenir humano. Según el autor italianoJuan Bautista Vico (1668-1743), éste se cumpliría no en términos involutivos sino cíclicos, comportamiento que, según el alemán Herder, tendría validez para todas las áreas del planeta. Al menos entre las visiones seculares señaladas se podría identificar un denominador común: su concepción de la dinámica de las sociedades humanas como un proceso de múltiples interdependencias de factores. Concepción proteica que comenzará a restrin­girse con la progresiva imposición del paradigma económico.

La Reforma Protestante (1517-1650) encabezada por Lutero, al reducir el poder temporal del papado y, por contrapartida, alentar la formación de estados nacionales en Europa, impulsó la difusión del enfoque economicista del proceso social en la principal expresión religiosa de Occidente; todo esto en la medida que legitima el móvil de lucro y el individualismo, es decir, los valores sus­tantivos de la emergente clase burguesa.

2. Camino a lo unidimensional

La aludida restricción de corte hedonista aparece vertebrando el conocimiento económico sistemático, empirista y pragmático de los pensadores mercantilistas (Botero, Colbert, Mun) que comenzará a fraguarse desde el siglo XV y que predominará hasta el XVII, entre otras causas, por constituir el correlato de la expansión colo­nialista de Europa.

Conforme escribe O. Popescu: «Ya que nuestros primeros economistas —los pensadores mercantilistas— fueron hombres de negocio, no debe sorprender el verlos inclinados hacia enfoques ‘realistas’. Los autores mercantilistas reducen en sumo grado el alcance y la dimensión de la problemática del movimiento social. Por supuesto que el tema cardinal de la doctrina mercantilista será la cuestión del desarrollo, pero el enfoque se desplaza desde una óptica milenaria a una secular. Por otro lado, el problema toma un agudo carácter económico, puesto que se generalizó el consenso de que la riqueza es la llave del poderío nacional, y dado que se está comenzando la era de los estados nacionales, también el problema del desarrollo económico se plantea como un simple problema de desarrollo nacional». (Popescu, 1982: 266)

Al expresar el predominio del capital comercial, no es casual que detrás de los postulados fundamentales del mercantilismo —atesoramiento de metálico, balanza comercial favorable, estímulo a la industrialización vía proteccionismo, defensa de los monopolios estatales, rígida reglamentación de las economías coloniales para mantenerlas como fuentes de abastecimientos primarios, etc.—, tal corriente representara, a la par que la fetichización del dinero, una despreocupación por las condiciones de vida del conjunto de las sociedades metropolitanas y, más aún, de las coloniales. La riqueza de las naciones, identificada para todos los efectos con la fortuna de comerciantes y empresarios, ocultaba la pobreza de los pueblos.

3. La revolución burguesa y la ideología del progreso

La emergente clase burguesa, opuesta a la tradición gremial y al poder absolutista, abrirá paso a la imposición de la cosmovisión racionalista y, en particular, de la razón instrumental capitalista, es decir, el dinero y la tecnociencia. No obstante, el advenimiento de la escuela clásica liberal revelará una continuidad respecto a los mercantilistas en la perspectiva económica de la evolución de la sociedad.

Su preocupación fundamental —expresada incluso en el título de la principal obra de A. Smith—no fue otra que la identificación de los factores determinantes de la expansión y reparto del producto social.

El liberalismo, al fundar la racionalidad económica en el interés personal, convalida y proyecta el enfoque del cambio social en términos similares a los mercantilistas, sólo que renegando del intervencionismo estatal que tanto sirviera para que la burguesía ensayara sus primeros pasos.

Las revoluciones burguesas y el iluminismo consagran la Welstanchauungen (ideología) economicista, moderna, de funcionamiento y avance de la sociedad.

Conforme analiza Celso Furtado: «Durante el proceso de invención cultural que fue la revolución burguesa, se produjo el refinamiento de dos poderosos instrumentos de la mente humana: el racionalismo y el empirismo. Por un lado, someterlo todo al entendimiento crítico a partir de un conjunto de conceptos y, por otro, tomar como punto de referencia la experiencia para comprobar la veracidad de una proposición —la correspondencia de las ideas con los hechos— era lanzar las bases de una sociedad fundamentalmente secularizada. En esta sociedad todo podía ser puesto en duda y la cohesión social pasaba a depender más de la visión del futuro que de la memoria del pasado. Esta visión del futuro encontró su expresión definitiva en la idea de progreso». (Furtado, 1982:187)

Por otro lado, en la medida que la revolución burguesa representaba el ascenso de fuerzas sociales que tenían en la acumulación la fuente de su propio prestigio y, así mismo, en la medida que la acumulación de los medios de producción conducía a la diversificación del consumo, ya sea por el intercambio externo o la producción interna, los cambios en los patrones culturales surgidos de esas condiciones serán identificados como signos de ascenso social, de modernidad, de progreso.

La razón instrumental se convertirá, así, en el principio organizador e impulsor de la sociedad que emerge con el colapso del mundo feudal y su ideal socializante de inspiración cristiana.

Según el propio Furtado: “La penetración del capitalismo en la organización de la producción puede interpretarse como una ampliación del área social sometida a criterios de racionalidad instrumental (medios de producción). El capitalista que con anterioridad trataba con los propie­tarios de tierras, con las corporaciones depositarias de privilegios o con entidades similares, pasa a tratar con ‘elementos de la producción’, que pueden ser conside­rados en abstracto, comparados y reducidos a un denominador común, sometidos a operaciones de cálculo. A partir de ese momento, la ‘esfera de las actividades económicas’ puede concebirse independientemente de las demás actividades sociales”. (Furtado, 1982:190)

En el pensamiento clásico liberal la noción de progreso (riqueza) nace asociada a dos elementos que resulta importante precisar.

En primer lugar, es la expresión o indicador de la prosperidad o decadencia de las naciones, percepción similar a la de los mercantilistas, y de modo directo se relaciona con el potencial productivo de una comunidad, que se traduciría —según J. S. Mill— en «aquel conjunto máximo de bienes que un país puede obtener, dada la naturaleza de su suelo, su clima y su situación respecto de otros países». Concepción ideológica derivada de la filosofía del derecho natural, según la cual tanto los fenómenos físicos como los sociales se regían por idénticas leyes que había que descubrir y respetar como medio de asegurar el avance de la sociedad hacia el óptimo económico.

En segundo término, se advierte un contenido alta­mente ideológico, en la medida que expresa intereses concretos de la clase burguesa en su confrontación con la decadente clase de los terratenientes feudales.

Este contenido ideológico aparece inequívocamente expresado por David Ricardo, el primero en formular una teoría sistemática del desarrollo económico.

Según la sintética formulación de O. Lange, el modelo ricardiano opera de la siguiente manera: «La utilización de una parte del producto social para la acumulación y las inversiones productivas es fuente del desarrollo eco­nómico. Bajo las condiciones capitalistas, el excedente adopta dos formas: beneficio de capital y renta de la tierra. Ricardo opina que en la práctica sólo el beneficio constituye la base del desarrollo económico. La renta de la tierra es utilizada generalmente por los terratenientes de modo improductivo. De ello sigue que mientras mayor es el beneficio, mayor es la acumulación» (1966: 154).

El carácter ideológico burgués del conjunto del pen­samiento clásico aparece cabalmente destacado en las puntualizaciones siguientes: «… la economía política clásica integra un sistema económico de ‘ley natural’, es decir, un sistema que concibe la existencia de un orden natural tanto en el mundo físico como en el social. El reconocimiento de la posibilidad de entender el orden existente en el mundo social y determinar las leyes que la rigen, traduce una posición epistemológica que podría designarse como ‘racionalismo sociológico’. Desde luego que esta última expresión tomada de Schumpeter, es una designación muy general, pues abarca tanto una posición epistemológica según la cual hay una adecuación entre el objeto y la razón que así puede captarlo, como también una postura que admite la existencia de un orden tan sólo en la razón, ‘… pero que la propia razón nos concita a admitir para evitar una razón divergente…’. Esta es la posición típica de los reformadores sociales. Como podrá percibirse hay elementos que permiten inferir que debajo de la visión clásica subyace una actitud del segundo tipo. Tales elementos son, de un lado, las vinculaciones de esta escuela con el utilitarismo, y del otro, las medidas de política económica propiciadas…». (Sunkel y Paz, 1970: 107 y 108)

He ahí, en su intimidad, los postulados matrices del discurso con que la burguesía triunfante evangelizará al mundo especialmente a partir de 1789.

4. El denominado socialismo científico y la asimilación de la ideología del progreso

La visión ideológica del comportamiento de la sociedad elaborada por los clásicos liberales será asumida también por la economía política marxista, en el sentido de percibir el desarrollo de las fuerzas productivas como algo decididamente positivo y que, además, diseminaría la abundancia y el bienestar. De esta suerte, al menos en una de sus principales vertientes y elaboraciones, el marxismo representa una proyección del enfoque optimista del proceso social heredado del Siglo de las Luces.

Ya en el Manifiesto Comunista, publicado por primen vez en 1848, aparece un juicio apologético de las fuerzas productivas como el siguiente: «Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las murallas de China y hace capitular a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros. Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe e introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y semejanza» (Marx y Engels).

Y en su análisis sobre el régimen colonialista británico en la India, Marx llega a sostener «… y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución. En tal caso, por penoso que sea para nuestros sentimientos personales el espectáculo de un viejo mundo que se derrumba, desde el punto de vista de la historia tenemos pleno derecho a exclamar con Goethe: ¿Quién lamenta los estragos/si los frutos son placeres? / ¿No aplastó miles de seres/Tamerlán en su reinado?”.

¿Cómo sustentar una posición tan heterodoxa como la que estamos enunciando?

Para la economía marxista —como se sabe- la lógica y la fisonomía de las sociedades son determinadas por el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas y por las relaciones sociales derivadas de esa condición tecnoló­gica— («el molino de viento engendra la sociedad feudal, el molino a vapor genera la sociedad burguesa»).

En realidad, toda la teoría económica marxista — fundada en la anterior premisa— puede ser considerada y entendida como una teoría del desarrollo del modo de producción capitalista.

Dicha teoría o modelo puede describirse brevemente de la siguiente manera: El fundamento del desarrollo económico es el proceso de la competencia capitalista, que hace que la ley del valor actúe en su forma específica para el capitalismo: bajo la forma de la igualación de la tasa de beneficios en las ramas de producción individuales y, como consecuencia, paso de capitales de las ramas con una baja tasa de beneficios a ramas con una tasa de beneficios más elevada.

En principio —como recuerda O. Lange — Ricardo ya conocía el mecanismo de la igualación de la tasa de beneficio, lo nuevo de la exposición del desarrollo económico de Marx constituye la unión de la competencia con el progreso técnico. Marx señaló que la competencia capitalista conduce a la igualación de las tasas de bene­ficios.

Marx señaló que en la economía capitalista existe la necesidad de un progreso técnico permanente. Un capitalista que no lo reconozca, no sólo renuncia al beneficio adicional, sino que corre el peligro de verse expulsado del proceso de producción.

La técnica del proceso de producción se halla sometida, en el capitalismo, a constantes transformaciones en el sentido de una mayor productividad del trabajo y de costos de producción más bajos. Existe, por ello, una coacción objetiva y generalizada para el progreso técnico. De ello resulta una demanda desorbitada de nuevas realizaciones técnicas, que exige la dedicación de todas las fuerzas creadoras para asegurar el constante progreso técnico en todas las ramas de la producción. Bajo las condiciones capitalistas existe, por tanto, una «necesidad social» de nuevos descubrimientos, de métodos de producción cada vez más perfeccionados.

El progreso técnico coactivo del orden social capitalista da lugar a ulteriores consecuencias que se podrían deno­minar coacción para la acumulación. El progreso técnico exige acumulación, porque su aplicación requiere nuevos medios. Puede decirse que todo capitalista se halla sometido inevitablemente a la presión para la acumu­lación.

Marx señala también que la acumulación era una necesidad objetiva del capitalismo, pero no el resultado de ningún tipo de cálculo psicológico. La tasa de acumulación—la parte relativa del beneficio destinada a la acumulación— vendría determinada por esa presión objetiva a la acumulación. Esta afirmación construye un elemento fundamental de la teoría marxista, de la que se desprende que un capitalismo estacionario —un capitalismo sin acumulación— es imposible.

El progreso técnico coactivo es la causa del aumento constante de la composición orgánica del capital. Esto conduce a una serie de fenómenos ulteriores. Ante todo, el proceso de producción capitalista crea un ejército de parados como consecuencia inevitable del revolucionamiento ininterrumpido de la técnica y de la eliminación del trabajo vivo por el trabajo materializado. Es el llamado «ejército de reserva industrial». En la teoría de Marx, la existencia de este ejército de reserva evita que, a largo plazo, el aumento de los salarios consuma todo el beneficio de los capitalistas.

La consecuencia siguiente del progreso técnico coactivo y del aumento de la composición orgánica del capital es la concentración del capital. Una aplicación eficaz del progreso técnico requiere la concentración de capitales en grandes unidades económicas, con lo cual la libre competencia se ve limitada o eliminada. Distintas clases de monopolios ocupan el lugar de la libre competencia.

Los efectos de la concentración de capital han sido analizados en la propia literatura marxista clásica, especialmente por Lenin, derivando en los estudios del desarrollo del imperialismo como superestructura política del capitalismo monopolista (Cf. O. Lange, 1966:160 – 163).

Más allá de la elevada pertinencia y contribución del marxismo para desentrañar los mecanismos esenciales de funcionamiento del régimen capitalista, la realidad contemporánea —especialmente de la postguerra fría— imponen un repensamiento aunque sea sumario de sus fundamentos epistemológicos, de las razones de su extendida influencia en la conciencia social y de su impacto (coherencia) con la práctica del «socialismo real». Todo esto, naturalmente, en cuanto concierne a la línea de reflexión preestablecida para este trabajo.

En el ámbito epistemológico y con independencia de algunos geniales análisis del propio Marx, en el sentido de destacar el rol de la naturaleza en la generación del valor de uso, parece indispensable establecer que, bajo la influencia positivista que privilegia lo cuantificable, la teoría marxista terminará por excluir a la naturaleza como fuente del valor de cambio, lo cual la torna  insuficiente para explicar la actual crisis de la modernización de las economías tanto “centrales” como “periféricas”.

En cuanto concierne a su influencia ideológico-política, las reflexiones siguientes se perfilan muy atinadas.

«El choque de la ideología del progreso-acumulación fue tan profundo y abarcó tanto que impregnó incluso el pensamiento revolucionario surgido de la lucha de clases y orientado a la destrucción del orden capitalista. Su incorporación al pensamiento revolucionario es uno de los ingredientes del paso del ‘socialismo utópico’ al ‘socia­lismo científico’, del pensamiento de un Fourier con su mundo sencillo de ‘pasiones armónicas’ al de las con­tradicciones siempre superadas que abren la puerta de un mundo mejor en Marx. En su forma más elaborada, el pensamiento revolucionario surgido en el marco de la civilización industrial atribuye a la clase trabajadora el papel histórico semejante a aquel que desempeñara la clase burguesa o sea la función de provocar transfor­maciones culturales que habrían de abrir un nuevo ciclo de civilización… Apoyada en una teoría de la historia que tuvo gran repercusión al llenar una evidente laguna de las ciencias sociales —y que era suficientemente vaga para adaptarse a una multiplicidad de situaciones sin que nunca pudiera ser sometida a prueba— la ideología del ‘socialismo científico’ desempeñó un papel de gran importancia en la difusión de la civilización industrial en zonas en las que fue débil o nulo el proceso de la revolución burguesa: zonas de gran atraso relativo en la acumulación y también la lucha contra la dependencia en los países sometidos al yugo colonial, o sea allí donde la dependencia fue un obstáculo efectivo, a la difusión de la civilización industrial». (Furtado, 1982: .189-191)

Finalmente, en lo que tiene que ver con la influencia del marxismo en la teoría y práctica de los denominados «socialismos reales», análisis que por cierto desbordan los objetivos preestablecidos para este trabajo, señalaremos únicamente que la economía política marxista, en forma similar a la de raíz liberal, habría exhibido en sus cristalizaciones históricas los límites y falencias inherentes al reduccionismo economicista sobre el devenir del hombre y la sociedad.

Expuesto en otras palabras, la ideología del progreso —operando en distintas formas de organización social —habría obrado como factor de interdependencia entre clases sociales (capitalismo) o capas sociales (‘socialismo real’) con intereses antagónicos, pero que habrían actuado en la perspectiva de un proyecto similar de modernización.

5. La economía neoclásica y la apoteosis del economicismo

En el último cuarto del siglo XIX los economistas convencionales orientaron su esfuerzo a la refutación de la teoría del valor-trabajo, convertida por el movimiento socialista en poderosa arma en su impugnación del capitalismo.

A ese propósito los neoclásicos desecharán en su análisis la relación existente entre la teoría de la distribución del ingreso basada en variables sociológicas («principio de población» de Malthus’ y «ejército industrial de reserva» de Marx) y el comportamiento de las tasas de ahorro e inversión.

Esta «depuración» de la teoría de factores no- económicos resultó crucial para la configuración del modelo neoclásico.

«La base del modelo neoclásico es una función de producción que admite cualquier combinación de los factores. Considerando viable, desde un punto de vista técnico, cualquier combinación del capital y del trabajo, la remuneración de cada factor será determinada por su productividad marginal a partir de la posición del equilibrio, que se confunde, para todos los efectos, con la ocupación plena. Aumentando la oferta global de capital más rápidamente que la oferta de trabajo, el precio de la oferta del capital tenderá a la baja. Habrá un aumento en la densidad de capital por trabajador, lo que inducirá a la declinación de la productividad mar­ginal del capital. Razonamiento similar puede hacerse con respecto al factor mano de obra. La conclusión más general del modelo que acabamos de describir es que, en cualquiera que sea el monto de la oferta de mano de obra, todas las personas que deseen trabajar encontrarán empleo, si aceptan el salario que se les ofrece en el mercado. Dicho salario sería determinado, en todos los casos, por la productividad marginal del factor trabajo”. (Furtado, 1969: 41)

Esa construcción abstracta y tan alejada de la realidad de un mundo de desocupados como era el del siglo XIX, surgió ante los economistas neoclásicos como la verdad científica más irrefutable. Desaparecía totalmente la incómoda idea de los clásicos, en el sentido de que la remuneración del trabajo y la del capital eran de distinta índole. Si la población crece sin cambios en la existencia de capital, la tendencia del salario real será hacia la baja, pues solamente podría lograrse más empleo a costa de la reducción en la productividad marginal del trabajo. Sin embargo, libres del principio de la población de Malthus, a los economistas neoclásicos no les preocupaba tal proble­ma. Al contrario, de su teoría surgía una perspectiva optimista para la clase asalariada: siempre y cuando las existencias de capital crecieran más rápidamente que la población, la productividad marginal del trabajo también crecía, arrastrando los salarios reales. La condición sine qua non para que se cumpliera tal promesa residía en la creación de condiciones favorables al incremento del ahorro.

Como acertadamente se ha hecho notar: «Con las formulaciones neoclásicas se ideologiza lo económico erigiéndose en ciencia social al ‘economicismo’. Se entiende por ‘economicismo’ a la reducción que se hace del hecho social al hecho económico. Así… al mercado se lo toma como una fuerza objetiva, exterior a la sociedad, que se impone a los productores. En el caso de la moneda, la atención se centra en el estudio de las relaciones superficiales del intercambio dejándose de lado las esenciales de la producción que exigen un análisis fundamental en una ciencia social total» (I. Parra-Peña, 1986: 40).

6. De la ideología del progreso a la ideología del desarrollo: la universalización de la razón instrumental

“Las raíces de la idea de desarrollo pueden detectarse en tres corrientes surgidas del pensamiento europeo a partir del siglo XVIII. La primera se asimila al iluminismo y a la visión de la historia como una marcha «progresiva» hacia lo racional. La segunda se relaciona con la idea de «acumulación de riqueza», en la que está implícita la opción entre el presente y el futuro ligada a una promesa de bienestar. Finalmente, la tercera se vincula con la idea de que la expansión geográfica de la civilización europea significa el acceso a formas superiores de vida para los demás pueblos de la tierra, considerados como «retrasados». (Furtado, 1982: 68)

La superación del enfoque mercantilista por el liberal en lo concerniente a las relaciones entre países tiene mucho que ver en la génesis de la ideología o paradigma del desarrollo.

Los europeos consideraban el comercio, dentro del mercantilismo y el Pacto Colonial, como un acto de imperio y, por tanto, inseparable del poder de las naciones que lo practicaban, doctrina que se destruiría durante la segunda mitad del siglo XVIII y se sustituiría progresivamente por las liberales a partir de la primera mitad del siglo XIX.

El intercambio internacional conduce, según la doctrina liberal, a una mejor utilización de los recursos productivos dentro de cada país y pone en marcha un proceso por el cual los países participantes sin excepción tienen acceso a los frutos del aumento en la productividad. Un corolario de esa doctrina era que las economías de Europa ejercían una «misión civilizadora», al forzar a otros pueblos a integrarse a sus líneas de comercio, puesto que contribuían a elevar el bienestar de los pueblos que se encontraban anquilosados por tradiciones oscurantistas.

De lo anterior se infiere que el intercambio internacional sin la regimentación estatal es la poderosa palanca para la difusión a escala planetaria de la ideología del progreso, primeramente, y de la ideología del desarrollo, con posterioridad. En suma, para la paulatina universalización de la razón instrumental.

Durante la segunda mitad del siglo XVIII el pensamiento europeo se encaminó, por distintas vías, a una visión optimista de la historia encontrando su síntesis en la idea de progreso, a pesar de que la realidad social de la época era poco reconfortante. El ascenso del capitalismo comercial en el siglo anterior casi no afectó a la organización social. Posteriormente las relaciones mercantiles, situadas con anterioridad a nivel del intercambio de productos terminados o semiterminados, se verticalizaron y penetraron en la estructura de la producción, transformando, por así decirlo, los elementos de producción en mercancías.    

Y, en lo que respecta a nuestros países latinoamericanos, los efectos habrían sido del siguiente orden: La difusión del capitalismo fue mucho más rápida y amplia como proceso de «modernización» que como transformación del modo de producción de las estructuras sociales. El desarrollo y el subdesarrollo son, por lo tanto, dos procesos históricos que se derivan del mismo impulso inicial; es decir, tienen sus raíces en la aceleración de la acumulación efectuada en la Europa de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX.

Los antecedentes expuestos permitirían formular una síntesis como la siguiente: De la misma que la idea de progreso se transformó en palanca ideológica para fomentar la conciencia de interdependencia en grupos y clases con intereses antagónicos, en las sociedades en las que la revolución burguesa destruía las bases tradicionales de legitimación del poder, la idea del desarrollo sirvió para afianzar la conciencia de solidaridad internacional en el proceso de difusión de la civilización industrial en el marco de la dependencia.

Durante la fase de acceso indirecto (mediante la exportación de productos primarios) a los valores de esta civilización -fase durante la cual se fijaron las raíces de la dependencia- prevalecería la doctrina de que el camino más corto hacia el enriquecimiento de una región o país era la especialización interregional o internacional. Insertarse en el sistema de división internacional del trabajo había de ser la forma más «racional» de eliminar el atraso en la diversificación del consumo, de avanzar hacia la línea frontal de las naciones «civilizadas».

La variante industrialista fomentada en términos más bien precarios en la América Latina a lo largo del siglo XX introducirá una modificación en la ideología librecambista, preservando su esencia de discurso de modernización «a la occidental» en la idea más abstracta de desarrollo.

Expuesto en otras palabras: El nuevo pacto entre intereses externos y dirigentes internos, en el que se funda la industrialización dependiente, vendría a sustituir el mito de las ventajas de la especialización internacional por la idea más movilizadora de desarrollo.

De esta manera, la ideología del desarrollo se distingue de la ideología del progreso por un economicismo más estrecho, insertado en el marco de la dependencia externa a sucesivas metrópolis y más concretamente a un capital monopólico cada vez más financiarizado.

Más allá de las discrepancias secundarias que se puedan detectar entre las estrategias de desarrollo que se han instrumentado en Latinoamérica con posterioridad a la II Guerra Mundial –llámense intervencionismo cepalino, neoliberalismo fondomonetarista o neoinstitucionalismo bancomundialista- tales fórmulas aparecen predestinadas al fracaso en la medida que portan las aberraciones inherentes a una trasnochada civilización centrada en el culto al individualismo y a las cosas.

Bibliografía

Ferguson, J. M. Historia de la economía,México, FCE, 1988.

Furtado, Celso. Teoría y política del desarrollo,Mi Siglo XXI, 1969.

Furtado, Celso. Obras escogidas,Bogotá, Plaza y Janes 1982.

Lange, Oskar. La economía en las sociedades modernas,México, Grijalbo, 1966.

Marx, Carlos y Engels, Federico. El manifiesto comunista Moscú, Progreso, 1970.

Parra-Peña, Isidro. El subdesarrollo y la crisis, Bogotá, Plaza y Janés, 1986.

Popescu, Oreste. Introducción a la ciencia economía contemporánea,Bogotá, Plaza y Janés, 1982.

Sunkel, Osvaldo y Paz, Pedro. El subdesarrollo latinoamericano y la teoría del desarrollo, Mexico, Siglo XXI, 1970

Enero/2012

° René Báez, autor de Antihistoria ecuatoriana (2010) y miembro de la Internacional Writters Association.

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