Por Francisco Escandón Guevara
La muerte de George Floyd es un nuevo detonante de la ira popular en los Estados Unidos de Norteamérica. La asfixia provocada por el policía expresa la desproporcionada violencia con la que actúan las fuerzas coercitivas estatales y su carácter fascista, pues históricamente la brutalidad de la gendarmería está agravada el por odio racial.
El homicidio de Floyd es una práctica común de etnización del delito y de criminalización de la pobreza en país gobernado por Trump. Ser pobre, joven, negro, latino o indígena nativo norteamericano son factores de potencial riesgo para morir. Tal es la dimensión de la racialización represiva que “1 de cada 1.000 hombres y niños negros en Estados Unidos puede esperar morir a manos de la policía” (Khan, 2019). Los disparos de la represión estatal fue la causa principal de muerte de negros entre los años 2013 y 2018.
Nada de lo que ocurre es un hecho aislado. En el país autonombrado garante de la democracia y la libertad internacional la supremacía blanca está en pie, forma parte de la cultura dominante de sus élites. No de otra forma se entiende que el tráfico de esclavos dejó de ser legal sólo hace 150 años atrás, que recién el primer sufragio negro estadounidense fue en 1965, que aún exista discriminación racial para el acceso a los servicios, que la escolaridad de negros sea menor, que su incorporación al trabajo esté relacionada a ocupaciones descalificadas y semicalificadas, que continúe la desigualdad salarial o que exista un mandatario que exacerbe la xenofobia con la construcción de un muro y el impulso de políticas segregacionistas.
La policía refleja la naturaleza del Estado norteamericano, el carácter de su condición imperialista, pero además ampara los intereses de las élites fascistas. Por ello es que mientras a un asesinato de odio, cometido por las fuerzas coercitivas, se le llama uso desproporcionado de la fuerza, a la reacción popular, pluricultural y multiétnica se la denomina como disturbios y a sus participantes como terroristas.
Pero la protesta crece, se diversifica y se radicaliza, no logra ser detenida por la represión. La lucha callejera rebasa la exigencia de sanción a los asesinos de Floyd porque cuestiona al poder y al tipo de democracia yanqui.
Que quede claro, no existirá paz, ni en la misma meca del capitalismo mundial, sin igualdad y justicia social.