Por: Sandra Peñaherrera
El pasado 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) a través de su Director Tedros Adhanom declaró al COVID-19 como una pandemia debido principalmente a sus graves niveles de propagación que se ha expandido en alrededor de 188 países, dejando como cifras oficiales hasta el día de hoy 588.000 casos y 27.000 personas fallecidas, lo más alarmante de esta situación se relaciona al alto grado de inacción por parte de los Estados.
En el Ecuador a la fecha se registran 1627 casos y 41 personas fallecidas, las cifras no solo revelan una deficiente infraestructura sanitaria sino además una inadecuada gestión en la administración pública, devenida de la ausencia de políticas públicas en el ámbito de la salud para enfrentar la epidemia que era inminente.
Frente a esta realidad, el impacto social de la pandemia que ha afectado de manera directa a los sectores más empobrecidos del país, afectando inexorablemente a las mujeres que suman aproximadamente el 50% de la población total ya que gran parte de este porcentaje dedican sus actividades al trabajo doméstico y al cuidado; es decir, actividades no remuneradas, otro porcentaje inferior se dedican al comercio y de cuenta propia lo que significa que viven del día a día, generando precariedad a sus condiciones de vida, porque además son mujeres que carecen de seguridad social y de un ingreso fijo.
Es necesario hacer un análisis de un hecho concreto y es el que la mayoría de los trabajadores del sector de la salud son mujeres, ubicándolas en una situación de alto riesgo, son médicos, enfermeras, laboratoristas, administradoras, auxiliares de limpieza, son guerreras en primera fila; dan la cara al COVID-19 aun arriesgando su propia vida, pero además son hijas, hermanas, esposas, madres, son seres humanos que merecen el reconocimiento de todo un país y requieren contar con las condiciones sanitarias dignas para hacer de su trabajo menos tedioso, deben disponer del equipo de protección personal que las prevenga de posibles contagios, elementos que en los últimos días ha sido casi nulo y que ha convulsionado en un estado de profundo estrés para nuestras heroínas de batas blancas, sus demandas son justas exigen del Gobierno Nacional la atención obligatoria para cumplir con su trabajo en mejores condiciones, con plena conciencia de que a pesar de la prevención los contagios puede ser inevitables.
Hoy más que nunca debemos colocar las demandas y necesidades de las mujeres; en especial, de aquellas que brindan atención a los enfermos, contagiados y a quienes se encuentran en cercos epidemiológicos e incorporar las demandas y necesidades de los más necesitados, de quienes viven en pobreza y extrema pobreza, demostrar el liderazgo para poner al centro de las respuestas y acciones efectivas contra el COVID-19.
La pandemia ha configurado un escenario adverso, difícil y doloroso sin embargo parafraseo en este momento lo cantado por Mercedes Sosa: “Gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado la risa y me ha dado el llanto, así yo distingo dicha de quebranto, los dos materiales que forman mi canto y el canto de ustedes que es el mismo canto y el canto de todos que es mi propio canto” me atrevo a pesar de cuanto nos duele la enfermedad y la muerte, proponer que la esperanza es lo último que se pierde; gracias a la vida, porque la vida vencerá, con la unidad y la solidaridad de los pobres, de los explotados, de los de abajo, de quienes siempre arrimamos el hombro para ayudarnos, desde nuestra condición de clase.
No todo ha sido negativo, en los días de COVID-19 hay menos contaminación, menos propagación de dióxido de carbono, los mares y los ríos son más trasparentes, hay menos consumo, se han evidenciado demostraciones de unidad, de solidaridad, de creatividad para enfrentar la cuarentena y derrotar el brote. Somos vida, somos resistencia, con la unidad de todas y todos, superaremos esta crisis, como hemos superado episodios difíciles en la historia de nuestro país, pues somos un pueblo valiente que no se rinde ante las adversidades.