Marcelo Andocilla L.
Para que un medicamento llegue al consumo es necesario que se realicen pruebas que demuestren la seguridad, eficacia, eficiencia y efectividad. Estas cualidades se tratan de conseguir mediante ensayos preclínicos y clínicos controlados que arrojen datos indispensables para el conocimiento de la molécula que se maneja, el diseño de un excipiente adecuado, hasta la determinación de la vía de administración, la posología y el intervalo de las dosis; además, que indiquen los efectos terapéuticos y adversos en el paciente e incluyan estudios de toxicidad inmediata y a largo plazo, carcinogénesis, mutagénesis y teratogénesis.
Estos estudios que se realizan para la identificación y valoración de los efectos tanto agudos como crónicos de los tratamientos farmacológicos pueden ser de dos tipos: experimentales y/ u observacionales. En los experimentales se somete a la población a un agente, en condiciones controladas, para ver cuáles son sus efectos. En los estudios observacionales no hay intervención, sino observación y seguimiento como los estudios de cohorte y de caso-control que se utilizan de manera especial en farmacoepidemiología.
En el ensayo clínico, uno de los principales objetivos es demostrar que un nuevo fármaco o tratamiento es más eficaz y seguro que un placebo (control) o que otro tratamiento; por tanto, al elegir una población de muestra donde se realizará el ensayo, deben considerarse características similares que sean extrapolables de la población en general; y, a fin de evitar que se produzcan sesgos como consecuencia del efecto placebo o por la subjetividad del paciente y del médico al valorar la eficacia y la toxicidad del tratamiento, se utilizan diseños especiales como el ensayo clínico cerrado, controlado, aleatorio, ciego y cruzado, que reducen a un mínimo los factores de confusión y permiten que sus resultados sean más demostrativos y concluyentes que otros estudios; y, aun así, sus resultados no siempre son extrapolables a la multifactorial realidad clínica y epidemiológica.
Esta investigación, por tanto, es un estudio sistemático que sigue todas las pautas del método científico aplicado a seres humanos y que busca la solución a un problema de salud. Claro está, el desarrollo de la ciencia, la técnica, del conocimiento y saber científico ha permitido el perfeccionamiento en la clínica y farmacéutica. En la base de este progreso científico del método se encuentran las transformaciones estructurales e históricas de la sociedad, la inmensa producción de conocimientos científicos y la afirmación del pensamiento en la concepción materialista del mundo y los fenómenos; y, desde luego la demanda del mundo científico a fin que la industria farmacéutica, que mira desde las ganancias, se someta a estos rigores investigativos que precautelan el adecuado consumo de terapias de salud.
Sin embargo, hay quienes niegan este tipo de control experimental aleatorizado y la búsqueda de los mecanismos de acción, pretendiendo volver al empirismo antiguo basado en sus observaciones y construyendo falsas panaceas y terapias fraudulentas. En qué se basan si un tratamiento es eficaz, la respuesta es que mejoró algunos pacientes. ¿Cuántos, en qué porcentaje, qué mecanismos, qué acciones secundarias, cuales reacciones negativas a esperarse, dosis, tiempo, en fin? Tanto médicos y enfermos se conforman que de cuando en cuando un tratamiento parezca beneficiar alguna gente. La base de estos tratamientos es el relato de la experiencia, de la anécdota. Así, la «evidencia» manejada en estos casos es la confirmación de otros relatos que validarían, no el saber científico, sino un conjunto de creencias, en este caso, un conjunto de creencias acerca de la terapéutica y diagnóstico de determinados males, la fe. La experiencia, al tener un carácter individual, aunque importante sin embargo es inefable (inexpresable) y no transferible; por tanto, carente de valor científico.
Quienes realizan afirmaciones no probadas sobre algún medicamento pueden inducir a error a los consumidores que creen que tales terapias existen y así evitan que se accedan a tratamientos que se sabe ayudan a aliviar los síntomas de la enfermedad, o peor aún, algunos tratamientos fraudulentos pueden provocar lesiones graves o incluso mortales. Este tipo de fraudes se aprovechan de personas vulnerables, y a menudo retrasan la prestación de atención médica apropiada.
Es deber de los organismos de salud pública proteger a la población de estas supercherías, pero también el denunciar los fraudes y los peligros de las medicinas llamadas no convencionales. Defender el derecho a una atención en salud, al acceso a medicamentos esenciales y a tener medicinas con rigurosos control de calidad y accesibles, corresponde al Estado.