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Ningún hombre que lee puede aburrirse; tampoco los dioses que se divierten leyendo las fantasías que los mortales crearon para ellos… Imaginemos la dicha del mortal -o del dios- que además relee…
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Borges decía que es más importante releer que leer, pero que para releer se necesita primero haber leído…
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Nunca sabremos si hemos leído lo suficiente -jamás leeremos lo suficiente- pero siempreNunca sabremos si hemos leído lo suficiente -jamás leeremos lo suficiente- pero siempre estaremos seguros de que nuestras relecturas constituyen la esencia de aquel placer innegable que representa la literatura.
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Todos tenemos libros a los que volvemos permanentemente, como un recuerdo hermoso que basta repensarlo para que de nuevo acaricie sensibilidades y conmueva certezas.
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Sabemos que están allí, entintados en la historia de nuestra vida y reflejados en la sinceridad irremediable de nuestros ojos. Sabemos que están allí, pero necesitamos del alboroto o la calma de su lectura, como la primera vez, preludio de infinidad de esa primera vez…
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En ocasiones, es un solo pensamiento hechizado de palabras lo que nos seduce, subrayado una y mil veces con ensoñaciones de colores. En otras, es la respiración total de la obra la que nos vulnera la imaginación.
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Los temas son diversos pero siempre invariables; la contradicción es necesaria pero legítima: pensemos por un momento en nuestros ideales y dilemas, y a todos los podremos concentrar un solo puño, con forma de corazón.
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La mejor definición del amor
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Estamos de acuerdo: la mejor definición del amor es sentirlo y no describirlo con palabras. Sin embargo, hay esfuerzos hermosos dentro de la literatura para cifrarlo en imágenes escritas.
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Uno de los intentos más lúcidos lo podemos encontrar en la excepcional novela de Antonine de Saint Exupéry, ‘Vuelo nocturno’: «Quizá el amor sea el proceso de dirigir al otro gentilmente hacia él mismo». ¿Cómo no releer este pensamiento, y con él toda la obra del autor francés, famoso por aquel libro inolvidable llamado ‘El Principito’?
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Hacia la búsqueda de la felicidad
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Esta búsqueda, paradójicamente, nos atormenta a todos. Pero ¿por qué la buscamos? Séneca desbarató ya esta estéril y vana actividad de ilusos: «La felicidad es un viaje, no un destino».
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Roosevelt, siglos más tarde, caviló lo mismo: «La felicidad no puede ser un objetivo, es una consecuencia».
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De forma más poética, el escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne también se refirió a esta agobiante desesperación por alcanzar ese algo y ese todo: «La felicidad es una mariposa que, si la persigues, siempre está justo más allá de tu alcance; sin embargo, si te sientas en silencio, podrá posarse sobre ti».
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Pero, tal vez, a la reflexión que debemos volver todos los días es a aquella bofetada de responsabilidad, evidencia de vida, que la escribió D. Miller: «A veces no se puede tener felicidad, pero siempre se puede dar felicidad».
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Estos son algunos pensamientos hechizados de palabras a los que la literatura, el abrazo mágico de la historia y el arte, nos obliga –me obliga- a releer siempre.
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Cada uno de nosotros tiene sus autores y libros predilectos, a ellos volvemos en nuestras horas más alegres o tristes (en ambos extremos válidos de la vida)… Ahora, por ejemplo, necesito del abrazo literario y vital del poeta Rafael Larrea: «Jamás tuve mil y una noches. Siendo la noche tan bella, aún voy en la primera. Aún tengo mil… Cada noche comienza la cuenta. Y espero que nunca llegue la última de ellas».
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¿Qué abrazo, que relectura del alma, necesita usted?
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