Por Francisco Escandón Guevara
La herencia machista sobre la que se fundó el Ecuador es detestable. Ni siquiera la revolución liberal logró institucionalizar a plenitud los derechos de las mujeres: tuvieron que pasar muchos años para que ellas sufraguen, décadas para que sean candidatas y después de un siglo la desigualdad continúa. Aún las mujeres son enajenadas de sus libertades por una sociedad que conserva la alianza entre el Estado y la iglesia.
El clero sigue siendo árbitro de los asuntos oficiales y gestor de políticas públicas inspiradas en su moral religiosa, esa institución colonial continúa imponiendo su rectoría justificada en la fe por sobre los asuntos seculares. Un ejemplo vivo de aquello es la postura que las élites, dirigentes del poder, impusieron alrededor del aborto por violación.
Desde los púlpitos se naturalizó la obediencia y la sumisión de las mujeres, se generalizó el juicio de valor que toda concepción humana es una bendición del ser supremo, incluidos aquellos embarazos forzados por la violencia; a la par, el Estado sancionó el aborto con cárcel, imponiendo la legalidad de la maternidad no deseada.
Así, miles de mujeres violadas fueron obligadas a parir, otras fueron encarceladas por interrumpir el embarazo, muchas abortaron en la clandestinidad y hasta hay quienes murieron en lugares insalubres, sin condiciones de bioseguridad, por procedimientos quirúrgicos negligentes.
Ante esa dolorosa realidad las mujeres se insubordinaron. Ellas lograron visibilizar la violencia convenientemente ocultada por el poder, le quitaron la máscara criminal del Estado y obligaron con su movilización a que la Corte Constitucional despenalice el aborto, al declarar ilegales los artículos 149 y 150 del Código Integral Penal.
La despenalización del aborto no será la causa de su proliferación, ni tampoco obligará a las embarazadas a hacerlo, sencillamente es la aceptación de un problema al cual el Estado siempre le dio las espaldas; en adelante será tratado como un asunto de salud pública, por lo que deberá garantizarse condiciones dignas, gratuitas y seguras para que las mujeres violadas puedan interrumpir voluntariamente el embarazo.
Habrá quienes digan que se legalizó el pecado y hasta conspiren contra la decisión constitucional, nada más oscurantista. Lo correcto es complementar lo aprobado con programas de educación sexual, gratuidad de anticonceptivos y combate a la inseguridad.