Por Francisco Escandón Guevara
Casi al cumplir un año de mandato, Lasso tropieza en sus acciones y omisiones. Particularmente, la inseguridad dejó de constituirse en un problema de percepción, como lo calificaban los personeros correístas, y se convirtió en la principal preocupación de la gente.
La escalada de robos, sicariatos, ajustes de cuentas, feminicidios, masacres carcelarias, coches bomba, infanticidios, guerra entre bandas criminales, etc., exponen a un gobierno inmovilizado, desbordado por el poder de las mafias que están camufladas incluso en la misma policía y fuerzas armadas.
Está claro que el discurso de combatir la inseguridad con represión no tiene resultados positivos. Durante el mandato de Lasso, la violencia se disparó: en el 2021 la tasa de asesinatos se duplicó y mucho antes del primer semestre del 2022 superará, con creces, las muertes violentas ocurridas en todo el año anterior.
Ante la sensación de vulnerabilidad social y la exigencia de soluciones concretas, Lasso dispuso algunos cambios institucionales coincidentes con la convocatoria a una cruzada permanente por la seguridad ciudadana que consuman una política securitista.
El propósito central de esa concepción reaccionaria es una sociedad plana sin conflictos y con déficit democrático, pues a nombre de recuperar la paz se instituirá la seguridad por encima de todo y a cualquier precio, así los derechos individuales y colectivos serán sometidos bajo un régimen totalitario encargado de vigilar y castigar desde sus valores morales conservadores.
El securitismo que Lasso quiere imponer conllevará a incrementar el número de policías, las penas por delitos y, por ende, la población carcelaria; además permitirá la legalización del porte de armas y la militarización permanente de las ciudades.
Ese modelo tendiente a normalizar la violencia estatal es equivocado, ya fracasó, basta advertir lo sucedido en Colombia y México, países en los cuales, a nombre de combatir el narcotráfico, se sembró con fosas comunes y falsos positivos los territorios más pobres.
En el Ecuador, la mayoría de muertes violentas fueron jóvenes entre los 20 y 30 años. Urge políticas estatales mínimas que garanticen empleo y salarios dignos, inversión en educación de calidad, caso contrario esa franja juvenil seguirá siendo cautivada por las mafias.