Hermann Bellinghausen
Más allá de que los países son inventos que nos hacemos, de que las fronteras suelen ser por capricho y luego sirven como pretexto supremo para cualquier clase de arbitrariedades, en Ecuador lo maravilloso y lo real transcurren simultáneos. Quizá por ser uno de los lugares más altos del planeta, donde uno aprende a no marearse, es también uno de los lugares donde la gente en sus pueblos y ciudades parece tener los pies más firmes sobre el suelo. Eso ayuda a explicar la historia reciente, el dolor de estos días causado por un gobierno devenido criminal, de momento el más criminal en el continente de los Trump y los Bolsonaro. En este pequeño lugar a mitad del mundo el mediodía coincide siempre con el cenit, día y noche son simétricos, y la dinámica física del globo se invierte y revoluciona. Apenas algo más grande que Chihuahua, o para el caso que el Reino Unido, en sus 283 mil kilómetros cuadrados de superficie se extiende el muestrario completo de las posibilidades de la Tierra al natural, pues también es uno de los lugares menos destruidos y más ecodiversos de este mundo hoy tan próximo al precipicio.
En hermandad equinoccial con Río Grande del Norte en Brasil, la provincia congoleña de Équateur y el archipiélago indonesio (el resto del ecuador geográfico surca los grandes mares), Ecuador es donde todo cabe como en un jarrito. Donde la naturaleza mejor se supo acomodar y dio sitio a una humanidad entrañable. Su columna vertebral coincide con el corazón de los Andes en cuyo Páramo nacen las agua del Amazonas, y lo resguardan las montañas mayores del continente: nueve de sus volcanes rebasan 5 mil metros de altura y el Chimborazo da para 6 mil 268. País de nieve y agua viva, le crece al oriente la selva amazónica que se interna en cinco naciones más, pero en ninguna sigue hoy tan límpida y hermosa, con su humanidad y su selva menos destruidas a pesar de la abundancia petrolera y mineral. El occidente desciende a la generosa costa del Pacífico. Y todavía océano adentro, son ecuatorianas (aunque el Pentágono anda sobres) las islas Galápagos de darwiniana fama.
Con 14 lenguas originarias en sus territorios, es un país sumamente indígena, sólo comparable con Bolivia y Guatemala. En Ecuador los pueblos indígenas lograron un admirable grado de conciencia, organización y contundencia política. En los pasados 30 años han encabezado protestas e insurrecciones nacionales. Saben paralizar el país donde son mayoría y saben tirar gobiernos nefastos. Saben gobernarse, y el movimiento indígena ya participó una ocasión en el gobierno nacional, cometió los errores del caso, fue traicionado por el presidente en turno, y rectificó. Ha sido emocionante verlos aprender. Los indígenas evitan caer rehenes del clientelismo oficial, como sucede ahora en México y Bolivia, y se atreven a desairar al Fondo Monetario Internacional.
Estas líneas sólo aspiran a expresar una sincera admiración por ese pueblo del mediodía americano cuando nuevamente conmueve al mundo con su resistencia. Allí vive la dignidad, allí los pueblos originarios defienden como pocos sus ríos, selvas, montañas y horizontes sagrados. Se trata de los kichwa, shuar, achuar, chachi, epera, huaorani, siona, andoas, shiwiar, secoya, awa, tsachila, cofán y sápara. Aunque la esperanza esté hoy explicablemente desprestigiada (¡ay, Pandora!), en Ecuador respira la resistencia popular de la esperanza, que incluye a trabajadores y estudiantes de las ciudades altas.
«Tierra equinoccial, patria del colibrí / del árbol de la leche y del árbol del pan, / de nuevo oigo tus grillos y cigarras / moviendo entre las hojas / su herrumbosa, chirriante maquinaria», saludaba a su patria Jorge Carrera Andrade, su poeta mayor.
País de nieve y de fuego, participa del universo andino de la yuca y las mil patatas, todas hijas predilectas de la tierra, raíz y fruto del subsuelo. Cuna del agua y el verdor pleno, tierra de grandes sabios y chamanes, como don Sabino Gualinga de la comunidad amazónica de Sarayaku, a su vez ejemplo continental de autonomía y buen vivir (o sumak kawsay), hay en ese Pulgarcito de Sudamérica un espíritu humano inigualable. Comparte con sus vecinos la mágica liana de la ayahuasca («soga de los espíritus» en kichwa) y con sus hermanos indígenas de Bolivia la determinación de morir por la vida y resistir en nombre de las generaciones futuras.
Balanza de la dignidad, es en la mitad del mundo donde la brújula se desorienta, donde los huevos se ponen de pie y no se rompen. No quitemos de Ecuador nuestros ojos ni nuestros corazones.