Por César Paz-y-Miño*
El término “indios”, usado con desprecio o acompañado de otros adjetivos, como “terroristas”, no solo lesiona a quien se nombra: hiere la raíz misma de la humanidad. Detrás de esa palabra cargada de prejuicio, se esconde la idea de que el otro, el diferente, el no europeo, el no dominante, vale menos. En la teoría del “otro”, los estereotipos, prejuicios, miedos y jerarquizaciones sociales, esconden una externalización de los problemas culpando al otro y una legitimación de la violencia, donde llamar a un grupo como inferior o amenaza, justifica la marginación, exclusión o persecución.
Pero en el siglo XXI, cuando la genómica nos ha permitido mirar dentro de nuestras células, ese argumento se derrumba. La biología demuestra lo que la ética siempre supo: todos somos parte de una misma especie, con un mismo origen y un destino compartido. La ciencia nos recuerda que la discriminación es, en esencia, una forma de autodesprecio. La discriminación tiene evidencias históricas nefastas: racismo, xenofobia, clasismo y supuestas superioridades.
En este punto es obligatorio acudir a los genes. El mapa genético del Ecuador, reflejo de lo que ocurre en toda América Latina, muestra una mezcla profunda de herencias amerindias, europeas y africanas. Ningún pueblo, región o individuo es “puro”. En la Costa predomina la ascendencia nativoamericana (51,7 por ciento), en la Sierra alcanza 64,7 por ciento y en la Amazonía supera el 66 por ciento. Pero en cada uno hay también genes europeos y africanos, trazas de migraciones, conquistas, resistencias y encuentros. El ADN nacional es el espejo de un mestizaje biológico que representa, en miniatura, la historia universal de la humanidad.
Lo mismo, y lastimosamente, ocurre en el todo el planeta. Los estudios del genoma humano han demostrado que todos los seres humanos compartimos el 99,9 por ciento de nuestro ADN. Las diferencias “raciales” son una ilusión cultural construida para justificar jerarquías. La genética moderna, con sus secuenciadores y bases de datos globales, ha confirmado que venimos de un tronco africano común: Homo sapiens que salió de África hace unos 200.000 años y se dispersó por el mundo, diversificándose superficialmente, pero conservando la misma raíz genética. Las diferencias de piel, cabello o facciones son adaptaciones evolutivas al medio, no señales de superioridad o inferioridad.
Por eso, cuando alguien usa una etiqueta étnica para denigrar: “indio”, “negro”, “judío”, “moro”, “chino”, “cholo”, “mono”, “mojado”, etc., está atacando la evidencia biológica de nuestra hermandad, incluso la de contenido religioso de “prójimo”. Y cuando un Estado o una ideología transforma esa diferencia en argumento de poder, perpetúa la herencia colonial y racista que ha dividido a la humanidad durante siglos. La ciencia genética, lejos de servir para clasificar pueblos, debe ser una herramienta para derribar fronteras simbólicas y construir convivencia.
El reto actual es trascender la identidad hegemónica que ha impuesto modelos culturales, económicos y biológicos de dominación. Reconocer que la humanidad es, por naturaleza, mestiza: una red infinita de cruces, migraciones y combinaciones. No hay pureza genética ni cultural, y eso no es una carencia, sino una riqueza. Las civilizaciones más creativas fueron las que mezclaron saberes y sangres. La diversidad, no la homogeneidad, es el motor y fortaleza de la evolución biológica y social.
Rescatar la fraternidad significa, entonces, comprender que cada persona lleva en su genoma una historia colectiva. En nuestras células habita África, vibra América, resuena Asia y se proyecta Europa. Somos el resultado de miles de generaciones que se encontraron, se amaron, se mezclaron y sobrevivieron juntos. Esa herencia no pertenece a una nación ni a una “raza”, sino a toda la especie humana.
El ADN no distingue fronteras, credos ni lenguas. En él, están las pruebas de que la cooperación y el intercambio fueron las verdaderas fuerzas de nuestra expansión. El lenguaje del genoma es universal, y leerlo con respeto nos conduce a una ética de la igualdad. Frente a la arrogancia del supremacismo y la indiferencia global, la ciencia puede ser una didáctica de la fraternidad.
Cuando comprendamos que en cada insulto étnico negamos nuestro propio linaje, quizá aprendamos a mirar al otro, con el respeto que merece quien comparte con nosotros el mismo código genético. La paz y la convivencia mundial no se construyen desde la hegemonía, sino desde el reconocimiento mutuo. La biología ya lo proclamó antes que la política: la humanidad es una sola, diversa en su forma, pero idéntica en su esencia. Y en esa certeza genética, está escrita la posibilidad más alta de nuestra especie: vivir como hermanos, sin miedo al espejo del otro, porque el otro también soy yo.
* Investigador en Genética y Genómica Médica. Universidad UTE.
