Por Edgar Isch L.
El Estado, mientras dure el capitalismo, es la junta de administración de los intereses de la burguesía, colocándolos como de toda la sociedad. Un ejemplo es cuando se habla de apoyar con toda la producción de “nuestro” banano, cuando en realidad no es “nuestro” y se lo arranca de manos campesinas para la acumulación de la riqueza en manos de pocos.
Cuando se plantea el debate entre federalismo y centralismo hay que recordar ese hecho, porque lo que buscan con cualquier forma de gobierno, ante todo, es garantizar la mejor vía para explotar a las y los trabajadores y a la naturaleza. Un burgués como Nebot nunca ha sido ni puede ser representante de posiciones democratizadoras. Su historia, de clase y personal, es todo lo contrario.
Proponer el federalismo es un reacomodo del poder oligárquico-burgués en un país en el que no existe una fracción dominante plenamente hegemónica. La concentración del poder, por tanto, es fragmentada a nivel de regiones y provincias o por actividad económica y, aunque toda la burguesía está unida en los aspectos claves del mantenimiento del sistema, estas disputas por más poder han llevado a pugnas interburguesas que han sido muy visibles cuando el pueblo se ha levantado y derrocado gobiernos.
Por ello el federalismo hoy se presenta, por un lado, con alta demagogia que anuncia un gobierno eficiente en un país en los que el pueblo ya no cree en las instituciones del Estado y sus representantes; y, por otro, como consecuencia del regionalismo que ha sido instrumento para dividir a los oprimidos, disputar entre lugares de nacimiento o de vivienda, olvidando que los enemigos comunes son los explotadores.
No solo que quien hoy propone federalismo es el mismo que pretendía que los indígenas “se queden en el páramo”, sino que es quien ha conducido una alcaldía clasista, donde el centro de atención en zonas acomodadas, mientras se atiende con lo básico a otros sectores para evitar levantamientos de insatisfacción. Lo ha hecho, al igual que su sucesora, con el uso autoritario del cargo, con una estructura basada en la privatización a través de fundaciones, pero además con grandes aportes económicos y de otro tipo desde el Estado central.
Su manera propia de administrar la ciudad ha sido posible porque les permite la descentralización, aún en proceso, y la autonomía de los gobiernos locales. Es decir que no es la autonomía lo que buscan, sino la autarquía, el hacer lo que les da la gana como en hacienda del siglo XIX.
El federalismo les otorgaría la posibilidad de manejar el territorio como su hacienda, garantizar su gobierno electoral (por algún tiempo más), cuando saben que no podrán tenerlo el nacional. Pero quieren todos y más recursos, como los petroleros, mientras hablan de recabar para sí mismos los impuestos. En ello no hablan de las distorsiones existentes tras la historia de bicentralismo y que dejarían a la mayor parte del país sin recursos: a diciembre de 2021, los tributos de Pichincha representan el 50%, Guayas el 32%, Azuay el 5% y Manabí el 2%; el 11% sobrante corresponde al resto de provincias. Así, la mayor parte del país queda plenamente condenada a la pobreza.
La construcción de una verdadera democracia y una auténtica igualdad regional, con equilibrio y solidaridad, basada en derechos y protegiendo la naturaleza es la alternativa. Cualquier fragmentación artificial de los pueblos del Ecuador, solo será una manera más de gobierno oligárquico burgués y una distracción a las luchas principales por la nueva sociedad.