Estuve pensando que los barcelonistas y mijines ecuatorianos tienen una ¿virtud? que les deberíamos copiar las mujeres ecuatorianas. Recién se hizo viral el vídeo de un hincha del Barcelona en una noche amarilla, besando a una chica. Al salir en pantalla gigante se retiró inmediatamente del beso, aterrado. Entonces, la imagen que vale más que mil palabras y que en segundos recorrió todo el mundo, nos hablaba de un desgraciado pillado en flagrante infidelidad, en serios aprietos.
Las respuestas del público ecuatoriano, muy de hacer leña del árbol caído y de lanzarse en masa a la víctima de turno del escarnio público –hordas enardecidas de guerreros digitales que se solazan en la desgracia y la vergüenza ajenas- fueron menos de indignación que de solidaridad con ese “que podía haber sido tranquilamente yo” a quien le llamaron, en indulgente y empática metáfora castrense “soldado caído”. Lxs tipos machistas de Twitter (que tienen de bio “buen esposo, padre de familia, esclavo de Dios, por mis hijos todo, #BSC); se sintieron de inmediato representados por el infractor sentimental y le ofrecieron contención y apoyo, en masa.
La fratría masculina y los pactos patriarcales son incubadoras de la violencia de género. Por eso varias expertas, como Rita Segato, han denunciado la dimensión de espectacularidad de la violencia machista en tanto algo que se debe mostrar a un público par. Por eso los feminicidios especialmente crueles tienen efecto de réplica, por eso los cuerpos de las mujeres son utilizados como trofeos o comunicantes de relaciones más profundas y fundantes que son las de los pares que deben probarse entre ellos su valía para pertenecer a la manada, a través de la cosificación y de la violencia hacia las mujeres, que son aquello que ellos no deben ser, a lo que no deben acercarse, porque ellos se definen en función de la negativa y desprecio a lo femenino. Por eso el feminicida que se suicida porque el valor que le alcanza para asesinar a su pareja no le alcanza para enfrentar a la justicia, no se mata primero él, para evitar dos muertes, la una, absolutamente injusta y arbitraria.
Así, los machistas se mandan a sus grupos de whatsapp, en gesto harto homoerótico, pornografía donde mujeres son vistas como objetos sexuales y sufrientes, sujetas a la voluntad de miradas y criterios masculinos. Porque deben demostrar a sus pares que son machos, que poseen mujeres, que las tratan como cosas. Porque todos tienen a “la” mujer con la que casarse, hacer una familia, a la madrecita de sus hijos, pero también están las otras mujeres, para momentos de diversión y llevarlas a las noches amarillas y besarlas furtivamente. O también están las mujeres prostituidas, a las que no deben preámbulos, responsabilidad emocional ni compromiso, a las que pagan para hacer con ellas lo que no pueden hacer con las mujeres “de verdad”. O, si no tienen las agallas y el capital para estar con otras mujeres, de carne y hueso, han de pasarse “packs” de “lluchas”.
Más o menos así funciona la mente del patriarca tropiandino. Y sí, entre ellos se comprenden y perdonan la violencia y las infidelidades, que siguen siendo, en un medio conservador y donde impera la doble moral, como el nuestro, faltas a la religión, a las buenas costumbres y a un pacto previo de exclusividad de pareja. La mirada social frente a la infidelidad cambia de acuerdo con los contextos. A Bill Clinton le enterró políticamente la relación con Mónica Lewinsky, pero en Francia, por ejemplo, el affaire de François Hollande con una actriz se considera asunto privado por la mayoría de franceses.
Qué pasa, en cambio, con las mujeres infieles en el Ecuador. Hace años hubo dos episodios ingratos. El uno, protagonizado por la supuesta amante del enterrado políticamente (ya no me acuerdo el nombre, era ese que quería ser alcalde de Quito y que nunca dejó de parecer imberbe) concejal de Quito, quien, en desafortunado vídeo, llamó a su compañera de trabajo “ofrecida” por supuestamente haberse “metido” en su relación de pareja. Y luego, el caso #LadyTantra, de una joven a quien el ex marido, en un gesto de violencia psicológica grave, persiguió hasta encontrarla saliendo de un motel con la finalidad de armarle un escándalo público de enormes proporciones.
En ambos casos, los criterios hegemónicos, de hombres y mujeres, fueron de reproche moral a estas “putas”. Se hizo presente, en su esplendor, el slutshamming, forma de estigma social hacia las mujeres cuyas conductas violan las expectativas tradicionales sobre su conducta sexual. La mayoría de mujeres, a lo sumo, plantearon su rechazo hacia la misoginia presente en los insultos a estas “mujeres caídas” (nótese que esto tiene connotación distinta a la del “soldado caído”) pero jamás asumieron ese espíritu de cuerpo presente en la hermandad masculina y su complicidad ancestral. Cierto es que las mujeres que nos juntamos generalmente lo hacemos para defendernos de la violencia, pero todavía no, en nuestro medio, para decir, sin escrúpulos, que también podemos ser sujetas activas de “ofensas” que están lejos del modelo de mujer abnegada y perfecta que la sociedad espera de todas.
En eso las mujeres francesas nos han llevado una importante delantera. Parte de la revolución sexual de la segunda mitad del siglo XX fue el destape y el abordaje público de los abortos y las infidelidades por parte de las mujeres, de asumirlos en su dimensión política como conductas usuales de las que no tenían que arrepentirse y que no disminuían su valor. El doble estándar radica en que, para un “soldado caído” el hecho de tener dos o más mujeres a su disposición, deja ver que es un hombre de generoso corazón y de éxito como galán y el costo que debe asumir es solamente el de haber perdido la confianza de su pareja. En cambio, para las mujeres el costo social de la infidelidad es la pérdida de la pareja, del entorno social y el escarnio público con poquísimas solidaridades, quizás algunas lástimas y en general, reproches, susurros, chismes y estigma.
Como dice Máximo Escaleras en el hit “Problemas en el hogar” a su cónyuge Piedacita Lasso, (exitosa pareja que se puso en la piel de un matrimonio a punto del divorcio, para un encantador vídeo): “a fin de cuentas, el hombre cae y levanta. No le pasa nada, la mujer pierde el hogar”. Y pierde el “honor”, añadiría yo. En cambio, el “soldado caído” quizás pierda el hogar. Bastante posible que solo de manera temporal. Pero gana el honor y la compasión y quizás hasta la implícita celebración de sus pares, soldados que no han caído nomás porque, tal vez caigan luego y tuits como condecoraciones decoran su pecho acongojado por la mala suerte de haber sido pillado, con lo bien que la pasaba.
Una mujer podrá ser infiel en silencio. Puede aceptar, incluso, la infidelidad. Pero jamás va a hacer alarde de ella porque será juzgada cruelmente por sus pares mujeres con mentalidad sexista y por los hombres que la verán como una mujer caída. Y esto es histórico. Basta revisar la legislación civil y penal que estuvo hasta hace poco vigente. Los asesinatos de mujeres encontradas en actos de infidelidad se perdonaban porque estaba justificada la “emoción violenta” del marido, que se convertía en víctima por la falta imperdonable de quien era, más que un sujeto de derechos, su propiedad.
El adulterio de las mujeres era delito y el de los hombres lo era solo si el varón mantenía dos hogares simultáneamente, es decir, si estaba “amancebado” con la amante. Hoy la infidelidad es causal de divorcio, pero no deja de estar presente el reproche moral sobre ella, especialmente cuando las mujeres son infieles. Dicen las revistas del corazón que hombres y mujeres son infieles en la misma medida pero que la infidelidad femenina está más oculta y es peor vista por la sociedad. Dicen las revistas del corazón que los infieles lo hacen por lujuria y que las infieles se enamoran. Y otros mitos construidos sobre la base del estigma y cómo se encarna, efectivamente, en conductas diferenciadas por sexo, o en la misma conducta, juzgada de manera diferente: con doble estándar patriarcal.
El estigma social de la infidelidad es también un asunto de clase. Históricamente se exhibían en procesos judiciales los nombres de las mujeres infieles, pero nunca de aquellas de “buena familia”. Esto, por supuesto, para salvaguardar la honra afectada del pater familiasa cargo de la mujer de vida airada y disoluta. Es que detrás de la de la infidelidad femenina está el terror masculino a la posibilidad de heredar sus bienes a hijos ajenos, a verse cuestionada su virilidad y “desempeño”. Por eso ha sido imprescindible custodiar los cuerpos de las mujeres para asegurar la prole, la propiedad y la presunción de varón cumplidor del débito conyugal. Los métodos anticonceptivos y las pruebas de ADN han cambiado esa realidad, pero persiste aún el criterio discriminatorio en la ley, hacia mujeres recién divorciadas, a quienes se les prohíbe casarse hasta seis meses después, por si estuviesen embarazadas de su excónyuge.
La literatura europea del siglo XIX fue prolífica en novelas moralizantes que narraban finales trágicos para las mujeres infieles. Ana Karenina (que se lanzó a los rieles del tren) y Madame Bovary (que tomó arsénico) fueron las antiheroínas que faltaron a sus deberes de abnegadas esposas y lo pagaron caro. Las novelas de adulterio, como señala José Carlos Mainer, “hacen más hincapié en las escenas de seducción, en los motivos de la insatisfacción femenina, en el primer enfrentamiento de los cónyuges, en la repercusión social de la noticia, en el drama del casado engañado o en el triste destino de la heroína”.[1]
El adulterio femenino es especialmente escandaloso, porque rompe de manera abrupta con los papeles de sumisión, lealtad y recato esperados para las mujeres. En el contexto latinoamericano del siglo XX, “Doña Flor y sus dos maridos”, novela de Jorge Amado llevada al cine, la retrata como una joven pudorosa, romántica, trabajadora, autónoma y dócil. No se trata de una mujer “fatal”. Como en Madame Bovary, la lectura de novelas románticas influye en las expectativas amorosas de Flor, quien, según el libro, “devoraba las novelas de la ‘Biblioteca de las Jóvenes’ y se enamora perdidamente deVadinho que encarna al muchacho rubio, pobre, holgazán y encantador que la envuelve. Él muere y Doña Flor contrae segundas nupcias con el adusto boticario Teodoro, de quien tiene respeto, una holgada posición social y económica, pero nada de romance, peor, pasión. Entonces, Doña Flor inicia un intenso romance con el espíritu de Vadinho, no sin remordimientos.
Es notable el reflejo en la historia del doble parámetro del adulterio para el hombre y para la mujer. La cultura machista propicia que las mujeres estén mentalmente preparadas para la probable infidelidad de sus maridos. Los hombres, en cambio, esperaban -y esperan- absoluta fidelidad de sus esposas, ya que la fidelidad se entiende como propia de la naturaleza femenina, cuya sexualidad legítima es exclusiva del matrimonio. El adulterio desestabiliza, pervierte y anula la perfección del matrimonio burgués. Desde la mirada patriarcal y religiosa, luego de la infidelidad, el marido se lleva la peor parte, pues se convierte en “cornudo” a ojos de los demás, su honor y su potencia quedan en duda. La mujer, en cambio, queda estigmatizada como lujuriosa, pecadora y perdida.
En las novelas de adulterio, este surge como consecuencia de matrimonios aburridos e infelices, falta de comunicación en la pareja, el tedio de la cotidianidad, la excesiva imaginación y fantasía que dan a la realidad un tono plano, el ánimo de aventura y la insatisfacción sexual. Las mujeres se encuentran atrapadas en la monotonía de la “felicidad doméstica” y el nuevo amor sería el escape a una vida mejor. El amante significa una posibilidad de ascensión social, de goce sexual, de romanticismo o de compromiso. Doña Flor queda redimida, con un final festivo y no repite los desenlaces trágicos y moralizantes típicos de las novelas de adulterio del siglo XIX, donde el suicidio, la locura, la enfermedad, la muerte, el embarazo de monstruos, la vergüenza pública, el rechazo social, el abandono y el estigma son el destino de las mujeres infieles. Pero claro, porque su amante es su exmarido y, en espíritu. No existe.
En el Ecuador las infidelidades femeninas no tienen, generalmente, desenlaces felices. Las masculinas, quizás tampoco, en el plano personal, pero sí, como he tratado de explicar, despiertan la indulgencia, simpatía y secreta admiración de la fratría, de la jorga. Los soldados caídos lo son en el ámbito de una relación de pareja, las mujeres caídas son descalificadas en todo su ser: sexual y social, personal y político.
En fin. Regreso a la primera parte de mi escrito. Deberíamos copiar a los barcelonistas, no ya la sinvergüencería, pero sí, ese espíritu de cuerpo para no castigar ferozmente a las mujeres infieles y tener entre nosotras un poco de indulgencia y solidaridad femenina. Deberíamos abandonar el doble estándar patriarcal sobre las infidelidades. Quizás, de un modo más profundo, deberíamos replantearnos los moldes de las relaciones afectivas y pensar hasta qué punto la monogamia no es un pacto difícil de cumplir y que se rompe todos los días y que también se cumple todos los días, pero para el que, todavía, se reparten los reproches y las empatías con una insalvable brecha de género a favor de los soldados caídos y en perjuicio de las mujeres “caídas”.
[1]José Carlos Mainer, La escritura desatada, Madrid, Temas de Hoy, 2000, p. 183.
Fuente Manifiestos feministas.
Febrero 3 / 2020