Por Francisco Garzón Valarezo
Para el año de 1966 llegó a vivir cerca de nuestra casa una mujer con su hijita enferma. Era india, de sangre limpia y pura. Su nombre magnífico hizo que sea fácil recordarla para toda la vida, se llamaba Petronila Cuje. Tendría unos treinta años y el agobio de la zozobra porque su hija no aguantaría el mal que la afectaba. La señora Petronila se dedicó a buscar entre los vecinos una pareja que apadrine el bautizo de su hija porque no quería que muriese sin haber cumplido con la ceremonia de ese sacramento.
Nadie le aceptó el pedido.
Enterada de esto, mi madre me tomó de la mano y me llevó a la casa de aquella señora, golpeó la puerta y cuando salió le dijo que estaba dispuesta a ser la madrina de la niña que se moría. La mujer agradeció radiante en su lengua que no era español entero y desde esa noche comenzaron a tratarse de comadres.
A mi padre no le gustó la idea. La razón estaba en que cuando un niño moría, la tradición fijaba que el padrino debía hacerse cargo de los gastos funerarios y no estábamos para pagar esa plata. Mi madre le replicó diciendo que las personas y los niños valíamos no por ser blancos, indios, negros o mestizos, sino por ser seres humanos. Y ahí terminó el asunto.
La muchacha, que tendría unos ocho o nueve años, no se murió. Recuperó su salud, y después de un tiempo era habitual verla en nuestra casa pidiendo a nombre de su mami, una tacita de azúcar, una cucharadita de sal, un tomatito, una cebollita, una cabecita de ajo, una tapita de limón.
Mi madre atendía esos pedidos, y después, me enviaba a entregar a su comadre un plato de arroz vacío, otras veces con un huevo frito, algunas yucas cocinadas, un tazón de colada con panes que la señora Petronila recibía con vergüenza. “Di a cumadre que no se esté molestandu”, me decía agradecida.
Puede ser que, por asuntos de mi edad, no podía pronunciar el nombre de aquella señora, o sería por el agrado que a ella le causaba oírme, que decidí llamarla “comadre”, tal como lo hacía mi mamá. Carcajeaba de gusto la señora Petronila y me contestaba con su voz afable, “cumpadre”.
Supongo que la mujer vivía apuros para subsistir. Era sola, pero mi mamá me confundía cuando me mandaba a pedirle que le regale unas hojitas de orégano, unas ramitas de albahaca o de hierbaluisa; que necesita unas hojas de tal planta, puesto que quería hacer un remedio. Y la confusión me nacía porque en la casa teníamos esas matas.
Le pregunté la razón de esos mandados y me dijo: “te mando a pedir de adrede para que cuando a mi comadre Petronila se le ofrezca alguna necesidad, no sienta vergüenza de recurrir a nosotros, lo haga sin timidez, y crea que también la necesitamos.”
Mi madre me enseñó a su modo el precioso alcance de la humildad.
Así era ella.
Del Libro Antes del Olvido